Revista Viajero N° 3 - Noviembre 2004



La noche interminable


Es una noche que vuelve, que no termina de ser y aniquilarse para dar paso al nuevo día; que es convocada por acciones mínimas: el sonido de un avión, un portazo, el aullido del viento en una tormenta, ciertos fulgores del crepúsculo. Una noche atravesada por alucinantes trazadoras buscando su frágil objetivo, y obuses fragmentando piedras, huesos y tripas; devorando el aire imprescindible. La mierda, el sudor, la cordita y el olor del metal caliente son los perfumes dominantes. Y el estruendo y los gritos desesperados. Luis trata de ordenar sus percepciones para zafar de esa noche, para ser otro, para vivir, y salta de pozo en pozo para escurrir su cuerpo de la muerte próxima. Los obuses cesan y sólo se escucha el tableteo de las ametralladoras y la seca detonación de los fusiles automáticos; Tomás dispara hacia la noche y Luis se arroja junto a él y abre fuego, son minutos apenas los que permanecen echados en la tierra codo con codo, pero son suficientes para ver cómo varias siluetas acechantes caen y para no convertirse en blanco del fuego de las ametralladoras británicas, se ponen de pie y corren y vuelven a echarse en el barro y de nuevo disparan. Repiten la operación hasta que los obuses vuelven a caer, corren hacia atrás, Tomas tropieza y el obús cae directamente sobre él, la fuerza de choque golpea a Luis en la espalda y lo eleva un par de metros, cae y luego de unos momentos cree escuchar los lamentos agonizantes de Tomás pero sabe que éso es imposible, como puede se pone de pie y comienza a correr por alejarse, por salir de esa noche templada por demonios, corre, corre por diecinueve años y a menudo cree dejarla atrás pero todos sus intentos son vanos y hoy sabe que la despedida exige un gesto definitivo. Lleva el cañón de la pistola a la sien izquierda, sonríe y presiona la cola del disparador.

Julio Páez




















Niño de la calle

Este niño no es de acá.
me dijo la oscura noche.
No tiene voz, ni recuerdos,
ni alguien, que muerto, lo llore.

Buscando va, entre paredes,
un rumbo que no conoce
y le salpica la cara,
mi luna de caracoles.

Sucias, sus manos y rostro
relucen, cual bellas flores.
De inocencia, va pintada
la muerte, en sus pantalones.

De jirones su camisa,
lo vi temblar junto a un coche.
Brillaban, como sus ojos,
las dos monedas de cobre.

Este niño no es de acá.
me dijo la oscura noche.
No tiene madre, ni padre
y acaso, no tenga nombre.

Lo habrá parido, la calle
que corre de sur a norte.
En su vientre de adoquines,
con pechos, de baldosones.

Y de mamar el silencio,
su sentimiento, hizo bronce.
Con cara de joven, viejo,
sus ojos, penas esconden.

Este niño no es de acá,
me dijo la oscura noche
y lloraba, en el rocío
la conciencia de los hombres.

Ricardo Ángel Moren







Caracol

 
Casi sin darse cuenta y sin prestarle atención alguna, la mujer pequeña, vestida con buzo y zapatillas, pateó el caracol arrastrado por el mar hasta la orilla, en una playa solitaria y fría, abandonada por los turistas en un agosto lluvioso y empobrecido.
Al trote y con los auriculares puestos, llegó hasta el muelle de hierro corroído y cemento desgastado, que el mar se tragaba incesantemente sin lograr desplazarlo, como si fuera una batalla sin tregua y sin razones.
Giró sobre sus pasos en unos pocos metros y volvió, de cara al sol y al viento que la empujaba hacia atrás, como si quisiera advertirle algo.
Menguó el trote y al encontrarse nuevamente con el caracol, observó que no era un simple caracol igual a los demás, tenía un extraño dibujo, formado por algas marinas. Se inclinó para verlo mejor, el dibujo contorneaba una estrella de mar, pero como ya había perdido mucho tiempo en algo insignificante lo arrojó de vuelta al agua.
Fue entonces cuando un remolino surgió entre las olas, fue directamente hacia ella y en un instante, menor que el mismo instante, se la tragó.
Mientras giraba y giraba a gran velocidad, pudo ver pasar, como si rebobinara una película, su "presente" una y otra vez, su presente giraba ... y así era, desde que se levantaba hasta que se acostaba a dormir, e incluso mientras soñaba; su vida sólo giraba sin sentido, pues jamás se detenía, ni a observar, ni a pensar, ni a escuchar.
Vivía su vida, así, tal cual se encontraba en el remolino, era el centro del universo, y el universo giraba a su alrededor.
Quiso escapar de tal situación y decidió subir, no sin temor, girando con el remolino. Subía y subía, pero, no había fin, - era imposible, se dijo- por lo menos tenía que encontrar la muerte, la muerte es el final, pero no, el remolino era infinito... entonces comprendió, era el "futuro" y el futuro es misterio, por supuesto, nada iba a encontrar en él, absolutamente nada.
Entonces decidió bajar, desde el centro, de vuelta en el presente, miró hacia abajo, todo estaba allí, su vida, con todos y cada uno de sus detalles, - i qué bueno! ­Podía reír con sus recuerdos, volver a ser niña o adolescente, sentir con alegría, llorar con las tristezas, revisar sus errores, justificar sus faltas; podía culpar a su infancia y juzgar a los demás por sus fracasos y angustias con mejor criterio y mayor sabiduría. Y también podía bajar a jugar con el caracol dibujado con algas, que había arrojado mar, allí estaba, podía verlo muy en el fondo.
No, no podía, la fuerza del remolino la retenía y no la dejaba bajar, - claro! qué ilusa -, si era el "pasado", podía verlo, sentirlo, añorarlo, odiarlo, pero nunca volver a él.
Entonces, ¿qué opción tenía?, ¿ninguna?, ¿viviría "atrapada" en el presente? Fue entonces, cuando encontró una salida, apretó el botón de Stop, la fuerza centrífuga se detuvo, abrió la puerta, sacó la ropa escurrida del lavarropa y la tendió en la terraza de la casa sobre la playa. Observó el mar, la arena, y HUY! Ese caracol en la orilla parece tener un dibujo, voy a ir a ver, total... la patrona no está! 

Liliana 28-8-99
lreineri@speedy.com.ar

















Cuentos para irse a dormir


El sapo
 
Mi papá me había dicho que no creyera en esas historias, que la realidad no era, pero yo quise besar al sapo y ser mariposa.
Me acerqué a la boca de seda y por mi mente pasó una carroza que llevaba una corona. La boca se abrió seductora y me olvidé de los cuentos las hadas.
Fui pájaro cantor y al cantar cerré los ojos y no necesité inspiración ni musas. Fui gata y con mi piel acaricié la piel resbaladiza y ronroneé hasta sentirme águila. En una fiesta de plumas sobrevolé a los desposeídos del amor y no me burlé porque era todo sentimiento y el resto no existía. No había alturas porque ahí estaba.
Cuando bajé y pisé la tierra rocosa y seca, abrí los ojos, recordé los cuentos, estaba en la boca del león.
 
La rana
 
Estaba la rana sentada cantando debajo del agua, cuando la rana salió a cantar...
La rana cubrió las hojas de ojos grandes y redondos, redondos como la "o" de ojo, la "o" de oscuridad, la "o" de olor. Interrumpió los saltos y se quedó quieta, como esperando un dato más pero el olor solo la llevaba a un tiempo lejano de margaritas y una voz que no recordaba, la voz iba y venía como a través del agua. No supo por qué pero algo le apretó la garganta, quiso sonorizar una canción pero de los ojos salieron lágrimas como burbujas. Y tuvo miedo, tuvo miedo de respirar más hondo para hacer vivo el recuerdo vago, tuvo miedo de que la noche fuera más oscura y cerró los ojos grandes y redondos, redondos como la "o" de ocaso.
... cuando la rana salió a cantar vino el hombre y la hizo callar.
 
Liliana Prystupiuk


















La flor del amor


Un día, un chico llamado Esteban, que paseaba por todos los parques, vio una flor muy especial y quería ponerle un nombre; como no supo cuál ponerle, se la llevó a su casa.
Él tenía una chica que apreciaba mucho. Ella tenía el nombre de Mariza. Esteban era muy tímido, pero una tarde, él se animó a pedirle si quería ser su novia y ella dijo que sí.
Para guardar su cariño por siempre, Esteban pensaba qué hacer; se acordó que tenía una flor en su casa y fue a buscarla. Cuando volvió Mariza, quiso ponerle como nombre "la flor del amor" y desde ese momento su amor fue eterno.

María Victoria
9 años












El tiempo

 
Pasan las historias que algún día sonrieron en mí, pasan los argumentos que sin darse cuenta crecieron en un manto de algodón, en las sombras que sin querer se convierten en la estrella que nos verá entristecer, por la misma energía del andar, por esas cosas que maravillan el paso de una luz desde el vacío hacia el final.
Qué comienzo al retomo, qué vuelta del tiempo nos llevará al lugar donde las rosas cambiaron su color, y de nuevo aquí, en la brisa de un cementerio azulado, en el llanto de una risa sorprendida, en las infantiles batallas de los minutos contra un cielo de elefantes, que arriban en su tumo como una estrofa de mar.
Interesantes las inmensidades de ese océano hacia atrás, las conquistas del mundo en una noche distante y fugaz, lo que diría una eternidad, o apenas infelicidad.
La ternura del olvido hoy nos lleva a encontrar, la sinceridad del fracaso nos mueve de mano en mano cuando se trata de investigar, cuando se quiere buscar, yen esa búsqueda insolente se halla mi destino, de fecundante sabor, y un insignificante giro bloquea la ciencia del tiempo y sus números de azar, los puntos exactos de un ritmo introvertido y locuaz.
Un respiro de aire del presente me suaviza este penoso habitar, un saludo expresivo al pasado organiza en el alma esa fuente de vida que a veces no se quiere mostrar, que cuando el protagonismo necio de las nubes ansiosas se encaprichan por demás, siempre nos volverán a rescatar, y esa lucha podría de perdurar.
Querido tiempo filoso que encuentro en mis ojos en esta noche ocasional, yo valoraría tu esencia si es que a ti me permitieras mirar, si tus lágrimas empapadas de olvido no me dañaran al pasar, y una lluvia mi malestar. Termino mi día reloj con la imagen esperanzada de una carrera ingeniosa sentimental, un recorrido pausado por las hojas que mi corazón alguna vez derramará, por las nostalgias ajenas que se instalan en el paladar, o las propias que sin duda nunca nos abandonarán. 

Esteban


















El Árbol


El árbol, esa maldita estructura orgánica que desarrolla sus dos extremos con idéntica simetría, con la misma fuerza, con las mismas ansias de extenderse y extenderse. Como si quisiera tocar los pies de Dios y los cuernos del Diablo al mismo tiempo. 
El árbol, ese montón de células sin alma que el hombre se empeña en defender, en mimar y en preservar para los hijos de sus hijos. El árbol tiene embelesada a la humanidad, y nadie se da cuenta de que nos engaña con una astucia concebible únicamente dando por hecho que posee el don del raciocinio, o por lo menos, la inteligencia intuitiva y universal que mueve los hilos de la naturaleza, (y yo no tengo dudas de que no sólo existe, sino que también es). Nos atrae con el verde de una sombra acogedora y respira inmune nuestro veneno, nos empalaga con frutos dulces y engalana a enamorados con colores y perfumes, nos deja podarlo y ornamentarlo para que gocemos junto a él momentos memorables. Hasta si le confiamos nombres y secretos, corazones e ilusiones. 
Pero se cobra su precio, todo lo hace en aparente sumisión escondiendo la macabra simbiosis que nos lleva a no poder vivir sin él. Imaginen una tierra sin árboles, imaginen una humanidad sin madera. El árbol nos distrae y nos hace esclavos de su merced con tal que no le prestemos atención a la cara oculta que se muestra en la profundidad de la tierra. Allí es donde mora lo más perverso de su lado oscuro, donde sus raíces pardas y vellosas, sus gusanos ávidos de la putrefacción y de la inmundicia, se alimentan como voraces vampiros nocturnos, buscando algo más nutritivo que sales y minerales. Sondea en la podredumbre de cientos de lombrices e insectos que abonaron el terreno, estiércol, humus y todo tipo de inmundicia. El árbol es el cerdo del reino vegetal. 
El árbol es mítico, como todo lo que sobrepasa el parpadeo de una vida humana, por su existencia centenaria lo hemos convertido en el símbolo de la sabiduría. Dios nos lo prohibió y nosotros lo desobedecimos. Tal vez el bautismo no lava el pecado original, tal vez estemos pagando una vieja deuda con el creador, y tal vez el mismo Jehová, nos haya maldecido por toda la eternidad, dejando que el árbol se convierta en el vengador divino que cobre la ofensa de Adán y Eva, y, como postrera elucubración enfermiza: tal vez Dios mismo no tenga forma humana, sino de árbol. 
Pero por favor, no piensen que odio a los árboles, nada más los conozco a través de mi árbol, (y cuando se conoce a uno...). Créanme, los conozco como ninguno de ustedes lo hace ni lo ha hecho, y estoy seguro de que con el tiempo me darán la razón. En la vida todo es cuestión de tiempo... 
Hay en mi terreno un árbol, y el objetivo de mi árbol, (creo que tengo derecho a considerarlo mío aunque tal vez algún otro lo reclame como suyo), parece ser el de estirarse y estirarse hasta alcanzarme. No me persigue, pero me busca. No me ha tocado, pero lo hará. ¿Hasta cuándo lo veré acercarse sin pausa...? Conozco la respuesta, y maldigo a los que me dejaron aquí abandonado e indefenso a merced del árbol. Si no fuera por mi invalidez, por mi imposibilidad de moverme, lo cortaría sin piedad hasta hacerlo astillas. Deshaciéndolo como tosca en un puño, del mismo modo que él pretende hacer conmigo. 
Pido perdón a los defensores de los árboles, es posible que mi resentimiento no esté bien enfocado, y que el árbol obedezca a la ley de la conservación sin ningún otro fin siniestro más que el de no perecer en el intento por vivir. Después de todo, yo también lo único que deseo es poder vivir. Es que mis seres amados me abandonaron en el momento que más los necesitaba. Me dejaron solo y desmoronándome al lado de un árbol que, si tengo que ser sincero y agradecido con él, será mi último compañero de viaje. ¿Por qué lo hicieron?, no quiero saberlo. ¿Yo habría hecho lo mismo que ellos?, tampoco quiero responderme la pregunta. Ya he gritado por piedad, ya intenté terminar con el martirio por mis propias manos, ya hice todo lo que podía hacer.... menos lo imposible. 
Sé que mi hora se acerca, que quizá el motivo por el cual fui creado esté a punto de cumplirse: mi desaparición por siempre jamás del mundo, el acto supremo al que debe enfrentarse todo mortal. Es por todo lo que me ha ocurrido que es posible, (pero la posibilidad se resume a un dudoso quizá), que posea tanto odio acumulado y lo esté enfocando en la única cosa viva que tengo a la vista: mi verdugo el árbol. Para ustedes un símbolo de vida y esperanza; para mí, de muerte y olvido. 
Lo observo continuamente, mantengo mis ojos abiertos sólo para mirarlo sin pestañear siquiera, y por más que las horas pasen y soy conciente de que debe haber un sol que antecede a la luna, desde que me despertó del lento fluir hacia mi destino, su perseverante y tenaz crecimiento me ha sumergido en una eterna y oscura noche. Lo escucho crecer milímetro a milímetro, rasca, se retuerce y avanza. El árbol murmura cuando evoluciona, gime, suspira y ronronea como un gato acechando la cueva del ratón. No sé si lo percibo gracias a un don, a una hipersensibilidad de mis sentidos desequilibrados, o si simplemente por primera vez me dedico a prestar una cabal, (y aterradora), atención en las plantas. 
Soy menos de la mitad de la persona que era, un guiñapo puro piel y huesos, débil y postrado. Por eso me dejaron de lado los adoradores de la vida, los idólatras del árbol. Ya no tengo fuerzas para respirar y mucho menos para defenderme, lo único que me resta es la autocompasión, y no puedo más que observar con terror cómo se acerca, cómo gana el terreno que me pertenece, estrechándose a mí tanto como puede día a día. Sé que conseguirá su cometido, ya horadó la puerta de madera de mi morada de madera, y me observa desde lo alto con ojos toscos como topo, pero con el sexto sentido que guía a ciegos. 
Es irónico, podría decirse que hasta paradójico. Pensándolo bien, yo estoy encerrado en un podrido ataúd hecho de carne de árbol, y él viene por mi carne de humano descompuesta. Buscando el alimento que le permitirá, un día no muy lejano en su casi eterna existencia, ser la madera de otro féretro al que otro árbol abrazará entre sus raíces. La serpiente de la vida mordiéndose en un círculo sin fin el propio cascabel de la muerte. La revancha del árbol... 

Daniel González




















Huella

Las caricias que rozan la hipocresía
mi paz interna sanará las heridas
mis alas caídas sienten el cautiverio
mi espalda adolorida solo quiere descansar
las manos rotas quebrando
los cristales de mis ojos.

Cambiando emociones por monedas
lanzo mis lágrimas al río
tiemblo como una hoja al viento
vuelo sin sentido el extravío
baña mi alma el rocío
de una noche contenida.
Exploro el aire que respiro
veo entonces el dominio de sus besos
rindo el cuerpo al abandono de mi fuerza
caigo en definitiva al suelo
me atrapa y me controla el miedo
y no sé si es odio lo que siento
no lo sé, tal vez nunca lo entienda.
Gris el cielo, apenas veo
ha de consumirse totalmente el fuego
abrazando el final del juego
veo el aire atravesar el tiempo
sin pensar en esperanzas nulas
sin querer una oportunidad incierta
deseando el consumo lento
de este frágil respirar
y decir hasta mañana
y que el sol me despierte temprano
para verte una vez más
y explicarte quizás un día
lo que significas en mi vida de verdad,
quizá algún día lo entiendas
quizá aquel día no me lo puedas contar.

Matías Gabriel Rodriguez