Revista Viajero Nro. 15 - Abril 2007




“El silencio es tan dulce
Perdiéndose libremente en el aire,
Derritiendo los oídos de quienes
Lo escuchan,
Perdidos, derrotados
Por el insomnio Infernal
de estar hablando
Frente a frente
Con el que está del otro lado,
Que después de todo
Es uno mismo
Llevándose a la locura.”

Roxana Contreras













La Rosa Blanca


Blanca corona. Un mundo
opalino de frágiles pétalos.
Pétalos, palabras vivas.
Un sinfín de pensamientos
que se abren por completo,
a la búsqueda de los versos
etéreos y alados. Pálidas,
e inquietas mariposas vuelan
al encuentro de la brisa
cálida, de la lluvia fresca.
Un sugestivo y encantador
efluvio de primavera.
Magia que todo lo envuelve
sin temor, sin reservas.
Se mueve, en silencio
transcurre. Sutil, errante
da paso a la estrofa,
donde nace la poesía.    

Claudia Mercante
Escritora y Artista Plástica













Simplemente sí

Si amar fuera fácil.
Si tenerte fuera tan sencillo.
Si acariciarte me costara esfuerzo.
Si en la victoria no hubiese vencedor.
Si el sacrificio fuese necesario.
Si el primer beso me fuera robado.
Si al decirme adiós, me mataras de poco.
Si la risa me llevara al llanto.
Si una flor curara todas mis heridas.
Si con perdonarte sanaras las llagas,
que quema mi alma de niña mujer.
Si fuera capaz de aliviarme las penas.
Si la traición un día pudiera olvidarse.
Y si los problemas pudieran borrarse.
Si pudiera arreglarlo todo,
qué fácil sería, entonces la vida
¿De qué serviría?

Baby













Equilibrio


Perfume de mis horas,   
aliento de mis fuerzas,      
miel de mi cotidianeidad,
carcajada de mis torpezas.

Motor de mis sueños,
torbellino eterno de mi pasión,
remolino de caricias,                
de cada poro de mí ser.

Estrella en mi tristeza,        
cosquilla de mi alegría,        
garúa de azúcares dorados,   
mecedor de mi intolerancia.

Columpio de mis risas,    
suspiro de mi inspiración       
eterno amor de mi vida      
equilibrio en mi rutina…     
mí amor.

Liliana Araya













Fines de enero


La rosa se abrió para darnos su mano.
El cielo puso cuota de talento,
para unir dos almas libres.

Los gritos se hicieron silencio,
las aguas amansaron su bravura,
las agujas suspendidas esperaban,
y nosotros,
nos vimos.

Nos vimos y sentimos;
dejamos las piedras a un lado del camino y
las hicimos arena que paseamos descalzos.

La magia vislumbró tu figura,
que a fines de enero me hechizó.
Las calles estaban vacías,
solo, quedamos los dos.

Se translució un corazón suave que:
a flor de piel era un manantial  de sentimientos,
a flor de piel iluminaba la luz,
a flor de piel,
me iluminó.

Jonatan













Ilusión

La niña dormía plácidamente en su cama, mientras el libro que había estado leyendo reposaba abierto sobre sus piernas. La vela había quedado encendida, iluminando parte de la habitación. Cerrada estaba la ventana y corridas, las cortinas; sus padres se habían encargado de hacerlo antes de partir. Los minutos transcurrían sin que la pequeña pudiera notarlo. Su mente se encontraba sumergida en otra realidad, SU realidad ahora.
La tenue luz de la vela disminuía poco a poco. Pronto se extinguiría por completo. Los últimos hilitos de claridad se los adueñó la imagen del difuso arbusto del libro. Finalmente, la luz desapareció. La liviana hoja, en la que se encontraba la figura, se sacudió. De su inexistente interior, pareció surgir una especie de rama, como una enredadera.
La planta se arrastró lentamente por el brazo de la niña que aferraba con entusiasmo el libro, pese a su ensueño. Rozó su hombro y luego acarició tiernamente su mejilla. La pequeña, emocionada, la tocó. Abrió los ojos, una insignificante hojita verdosa revoloteó y cayó al suelo, pero ella no alcanzó a verla; la planta ya no estaba allí, había vuelto a ser una imagen plana en el papel.
Se sintió sola, extrañaba a su padre, sus dulces caricias y su beso antes de dormir. Intentó volver a soñar, retomar sus hermosos pensamientos inconscientes para no sufrir la momentánea ausencia de su progenitor. Haciendo un gran esfuerzo mental, logró sosegarse, una vez más. Oyó, muy a lo lejos, como proveniente de un mundo ajeno al suyo, el sonido de la puerta de la habitación abriéndose. Percibió una lucecita en su cara, aunque sus ojos no quisieron despegarse. Algo volvió a rozar su mejilla, pero ni aún así pudo regresar de su letargo. Se aferró con ansias a lo que la estaba acariciando y soñó que su padre le daba un fuerte abrazo. Sintió que aquello comenzaba a rodearla completa y pensó que su padre tenía grandes brazos que la hacían sentirse protegida. Se sujetó con más fuerzas y más ganas que antes, no quería que su dulce papito se alejara de ella, ni siquiera por un instante. Lo que la sostenía la acorraló y empezó a apretarla, aprisionarla, ahogarla, asfixiarla. Cuando por fin quiso abrir sus ojos, ya era tarde, su frágil cuerpito ya no era capaz de continuar.

Natalia Soledad Rotelo














Que quisieras tú de mí

Que quisieras tú de mí
un horizonte tallado con anhelos
un jardín plantado de consuelos
o cortar mis alas para no alzar mi vuelo.

Que quisieras tú de mí,
una mañana iluminada por sonrisas
un cortejo de infinitas caricias
o cerrar la ventana para no poderme hacer brisa.

Qué quisieras tú de mí,
un mar con olas de ilusión
la piedad de un amor más grande que el corazón
o que disfrace mi rechazo en una falsa aceptación.

Que quisieras tú de mí,
que te bese hasta llevarte a las nubes
que te haga sentir que te acompaño mientras subes
o que mi partida deje de ser lo que tu realidad siempre elude.

Romina Contreras













Sin luz se ve mejor


El viernes por la noche nuestra casa se vio afectada por un corte de luz, los primeros perjudicados fueron los chicos, porque automáticamente sintieron miedo.
El corte me sirvió para descubrir que hay una palabra mágica, que puede ser empleada para cualquier tipo de emergencias, esa palabra es: MAMAaaa!!!. Eso fue lo primero que dijeron ante el apagón. Mi reacción fue inmediata, correr a buscarlos, abrazarlos,
contenerlos, demostrarles que todo estaba bien y llevarlos en tren hasta la cocina para encender las velas.
Pasado el primer susto, nos sentamos en la alfombra del living, a la espera de que “se hiciera la luz”, cosa que no ocurriría hasta el día siguiente.
Pensando en cómo entretenerlos, vino a mi mente la frase tan usada por mi abuela: SIN LUZ SE VE MEJOR, y rápidamente mi memoria  recreó todos los sucesos que habían dado origen a la frase y de los cuales, yo, había sido parte activa. Sin duda alguna, era una buena historia para entretener a los chicos.

Nací en la pequeña localidad de Tréboles, allí transcurrió mi bella infancia, en el campo de mis abuelos, que albergaba a todos los Rocha en diferentes casas, construidas en torno a la casa grande. Era maravilloso vivir allí, rodeados de naturaleza pura y en una increíble armonía familiar. Esto tal vez se haya dado porque todos los mayores compartían su trabajo en el campo, y todos los chicos nacíamos y crecíamos juntos, y lo hacíamos todo juntos.
Al cerrar los ojos, tengo guardadas vivas las imágenes del campo siempre verde y de las flores de manzanilla, que lo convertían en un perfumado desierto dorado. Los recuerdos se agolpan ahora en mi mente y brotan dulces, tal como los viví en ese momento.
Los más chicos  salíamos del campo, nada más que para ir a la escuela, o en el caso de estar enfermos, para ir hasta el hospital del pueblo. En realidad, no necesitábamos salir porque todo estaba allí, en casa, hasta la felicidad. No por ello desperdiciábamos la oportunidad de hacerlo, como aquella vez en la que nos avisaron de la muerte de un tío que vivía en Campanares, a ciento ochenta km .
La abuela Rosa reunió a todos en la casa grande y fue muy clara en sus conceptos: “el tío Eusebio ha muerto y quiero que toda mi familia esté allí para el último adiós”.
La palabra de la abuela era sagrada, y nunca se le había discutido. De inmediato se organizó un viaje para los treinta y dos Rocha, ese número nos incluía a los chicos. Estábamos desbordados de felicidad, aunque no era el sentimiento adecuado para la ocasión; después de todo, los chicos no conocíamos al tío Eusebio. En verdad, los grandes tampoco, porque escuché que mamá y papá se preguntaban quién era el tío Eusebio. Más tarde me enteré de que mis abuelos lo habían visto sólo una vez en un casamiento, y que era un concuñado del abuelo José. En resumen, no se sabía quién era,
pero nos bañaron, nos perfumaron y allá partimos todos en el viejo colectivo del tío Pepe. Nos esperaban ciento ochenta km de aventuras y el velatorio de alguien a quién jamás habíamos visto.

El viaje resultó toda una aventura, tal como lo habíamos pensado. El colectivo parecía una vaca cansada desplazándose de un lado a otro por las calles de tierra y ripio; entraba y salía de los pozos haciendo unos ruidos extraños que parecían quejidos. Los chicos nos reíamos de todo, pero la abuela nos pedía silencio por respeto al difunto.
Podría relatar cientos de episodios ocurridos a lo largo del camino, pero el que más gracia me causó fue cuando el colectivo se encajó y todos se bajaron a empujar, sin contar con que el tío Osvaldo  aceleraría en el momento equivocado y los llenaría de barro. Fue una catástrofe porque nadie tenía ropa para cambiarse. Todos pensaron en volver, pero la abuela insistió en continuar, alegando que la ropa se secaría, y como era sabido, su palabra era sagrada para los Rocha.
La abuela no se equivocó, la ropa se secó, pero quedaron todos con un olor a perro mojado que nos obligó a abrir las ventanillas. Así en ese estado, y ya entrada la noche, llegamos a Campanares, que era un pueblo, pequeño, pero pueblo al fin. Nos bajaron del colectivo en fila india y cuando nos disponíamos a entrar, sobrevino la catástrofe: se cortó la luz.
Se hizo un gran silencio y nadie supo qué hacer, nos sentaron en el suelo en fila, tal como habíamos quedado, en espera de nuevas órdenes. La abuela entró presentándose en voz alta, palpando a los presentes con el fin de reconocer a alguien. No sé a quién, si no conocía a nadie, pero así era ella. Como ya se había puesto pesada con el manoseo, una voz pidió una silla y allí la dejaron embutida.
Alguien pasó cerca nuestro y dijo: ¡qué lindos chicos!, sin duda alguna tenía mucha imaginación, era tal la oscuridad que ni siquiera se divisaban las figuras.
Lo peor de todo fue, que después de tantos km, todavía no habíamos podido conocer al difunto tío Eusebio. Los que lo conocían bien eran unos vecinos que entraron palpando al estilo de mi abuela y comentaron refiriéndose al muerto: ¡está igualito!. Yo me preguntaba igualito a quién.
Una luz tenue interrumpió mis pensamientos, alguien traía unas velas, que lo único que hicieron fue empeorar la situación, porque esa luz tenue deformaba las caras de los presentes y esto ya se estaba pareciendo a esas historias de terror que nos contaban los grandes.
Todos pensaban que la luz volvería pronto, nadie sabía que eso estaba muy lejano.
Como los chicos teníamos hambre, nos alcanzaron una canasta con galletas, tan duras, que aún hoy me pregunto si eran galletas o pedazos de madera; no importaba, a esa hora era tal el hambre que hasta un pedazo de madera podía resultar sabroso. Así nos dormimos un rato, unos arriba de otros, como si se tratara de ganado.
Repentinamente, unos gritos desgarradores se clavaron como lanzas en medio del silencio; era un hombre que recién enterado del deceso, llegaba con todo su dolor diciendo: “¿Por qué me abandonaste ingrato?, necesito de tu amistad...”. La poca luz del cuarto en penumbras me permitió ver que el hombre se arrojaba sobre el cajón, con tal mala suerte que se resbaló y cayó sobre mi tía Marta, arrastrándola hasta el suelo. Cuando la levantaron gritaba como una loca y se agarraba las costillas. La vendaron como pudieron, al parecer tenía varias rotas.
Conforme pasaba la noche, la luz no aparecía, se estaba consumiendo la última vela y yo todavía no había podido ver al muerto.
La noche fue muy extraña porque pasaban cosas que yo no entendía. Como por ejemplo, escuchar a dos  tías diciendo que tía Marta siempre fue medio idiota y por eso se fracturó. Era muy raro escucharlas hablar así, porque ellas tres estaban siempre juntas, parecían quererse, tal vez sólo lo parecían.
También me extrañó que tío Enrique y tío Carlos se agarraran a las trompadas, por el simple hecho de que uno encontró al otro, con su mujer, descansando en la parte de atrás del colectivo. Los grandes hacen cosas raras que los chicos no entendemos.
A esa altura de la noche, el velorio era un descontrol. El hombre que se arrojó sobre la tía Marta se dio cuenta de que estaba en el velorio equivocado, porque el difunto que él buscaba se llamaba Rodolfo, no Eusebio; era entendible, cualquiera se confundiría de muerto con aquella oscuridad. Así que se disculpó con la fracturada y salió de la casa, no sin antes caer en las manos de mi abuela que lo volvió a palpar por las dudas.
Mis tías no paraban de criticar a los parientes, y mis dos tíos, que ya no se golpeaban, seguían insultándose a más no poder.
Los que hablaron maravillas del muerto durante toda la noche, empezaron a cambiar su postura con el correr de las horas, y así pasó de ser una gran persona a ser un viejo mezquino, gruñón, mal vecino y quién sabe cuántas cosas más. ¡Pobre Eusebio!.
Mi abuela ya no palpaba a nadie y desde afuera me divertía identificando sus ronquidos  entre todos los ronquidos de los presentes.
Creo que no dormí en toda la noche esperando por los rayos de sol que iluminarían, por fin, el rostro desconocido del tío Eusebio; hasta ya lo estaba empezando a querer, aunque fuera un gran tipo y un mal nacido a la vez.
Para mi sorpresa, antes del alba, llegó un extraño personaje, vestido de negro, que ingresó en la casa y dijo: “señores, esto no da para más”; no sé lo que quiso decir, pero escuché unos ruidos de maderas y para cuando me asomé, el cajón había sido cerrado herméticamente.
Quedé como un pollo mojado frente al coloso marrón  brillante y pensé: cuánto sacrificio para nada, tantos km, hambre, una noche sin dormir, peleas familiares, para terminar así de ese modo, sin conocer al muerto. Después de todo era un mal tipo. Según la versión de las cinco AM, de las vecinas.
A las once de la mañana, acompañamos al tío hasta su última morada. Ya nadie lloraba, y todos pusieron cara de alivio cuando lo enterraron y pudieron irse a sus casas. Yo fui la única que estaba triste y pensé: qué feo que es morirse sin luz.
El regreso a casa fue muy silencioso y mi familia jamás volvió a ser la misma, porque entre todos habían pasado muchas cosas feas.
Mi abuela sacó de esto una enseñanza que jamás olvidé: SIN LUZ SE VE MEJOR; porque ella decía que: “sin luz nos mostramos tal como somos, porque no se nos ve el cuerpo y escuchamos nuestras almas”.

Cuando terminé el relato, los chicos se habían dormido sin escucharlo, pero no me importó porque era yo la que quería oírlo otra vez. En ese mismo instante volvió la luz y la apagué porque: SIN LUZ SE VE MEJOR.
                                                     
Liliana Rita Álvarez