Revista Viajero N° 56 - Junio 2011

 


No merezco ser escuchada, Rey Supremo,
oro inquieta y con poca fe,
no percibo tu presencia Gloriosa,
pero tengo la certeza, que me oyes.

El vibrar del dolor, debilita mi intelecto,
se ahuecan mis sienes y pierdo mi comunicación, 
como en un abismo de la nada, hay tormento.
Con la plegaria rota, encuentro de vuelta tu presencia.

La angustia invade en plenitud mi corazón.
El Señor conoce, mi laberinto terrenal
y me descubre un espacio, grande de misericordia
llenando ese vacío con amor, no merecido.

Con su cariñosa mano en mi frente tras las lágrimas
vuelve milagrosamente, la esperanza del perdón.
El Divino poder cautiva a mi carcomida carne,
y esta comunión, engendra, en mí, “nueva vida”.

El Señor escuchó mis pésimas plegarias con amor,
y la sangre de su Hijo que nutre su Palabra,
limpió mi desesperación, su luz me dio la paz,
y subyugó mi alma por la gracia de Cristo, 
mi Salvador.

Rosa Dolabjian















hay silencios clavados en el centro de este poema |

el que los labios aprietan y es como una daga

el que dibuja aquello que no puede decirse

y el silencio atroz de aquel que es todo silencio 

nada | vacío | un tajo en la memoria

Miguel Angel Morelli
de “Despojos”















Ella


Ella se despertó sobresaltada
serían como las seis y media 
de la mañana,
y abrió sus ojos y no pudo ver
y no quiso ver, el día que se levantaba.
Se sentó, como siempre, 
a los pies de la cama.
Miró al sol entrar por su ventana
tomó la almohada, gastada
la más chiquita, aquella que 
ya acostumbrada tapa su cara, 
volvió a recostarse, sin nada, 
a intentar conciliar el sueño
hasta las ocho de la mañana
como muchas mañanas
como todas las mañanas.
Pero esta vez no quiso
o no pudo cerrar los ojos
hinchados de lágrimas,
producto de un sueño
no demasiado alentador.
Ella abrió sus ojos y eligió
no luchar más contra el reloj.
Y entonces refregó su cara
miró por la ventana y sintió
sin más ganas de luchar
que el sueño había terminado.
Ella abrió la ventana
susurró bajito, muy bajito
“Sal corazón, ve a volar esta mañana
hasta que llegue la noche 
y vuelvas a cobijarte en mi almohada”
“Sal corazón, despabílate esta mañana 
que yo te necesito aquí conmigo
cuando vuelva a recostar mi cabeza 
sobre la almohada”.
“Sal corazón, toma aire, vuela alto
siente el viento en tus alas
que yo te necesito aquí conmigo 
el resto de las mañanas”.
Encendió un cigarrillo,
tal vez dos y decidió
no mirarse en el espejo
esa mañana.
Ella, se quedó inmóvil
esperando que pase la tormenta
para volver
a recostarse en su cama
y así imaginar la luna
que no alcanza a ver
por su ventana.

María Eugenia Nebbia















La cuidadora


Hace mucho tiempo, no sabemos bien cuanto, en un paraje remoto había una pequeña aldea donde todos se conocían, todos en algún momento del día se cruzaban en la plaza del pueblo, o porque iban a buscar hortalizas para la comida o buscaban agua potable de la fuente del centro de la plaza, o si eran hombres seguro se cruzaban en la única taberna; antro, oscuro y mal oliente, sin ventilación en donde los hombres, una vez terminadas las faenas diarias, sea en el cultivo de lo que sería su alimento o en el cuidado del ganado, se reunían a tomar cerveza de tonel y a fumar asquerosos cigarros armados.
En las afueras de la aldea había un bosque, un bosque al que nadie entraba, algunos hablaban de duendes, otros de brujas o simplemente de animales salvajes nunca antes vistos.
En el comienzo del bosque, lejos del camino a la ciudad había una choza, desde el camino era imposible de ver, tenías que caminar entre tupidos arbustos y rodear enormes pinos, ancestrales árboles que han estado ahí desde antes del hombre, para poder verla. Era una choza chica, solo entraba una sola persona con lo mínimo: una mesa, un camastro, y un fogón para caldearla y que se cocine la comida con una chimenea que humeaba durante todo el día y toda la noche, a la choza no la podías ver por lo tupido del bosque, pero el olor a comida era inconfundible, si tenías buen olfato, podías encontrar el camino sin ningún problema.
Sin embargo la persona que vivía en esa cabaña en el medio del bosque no era bien vista en el pueblo, las pocas veces que iba no hablaba con nadie salvo lo justo y necesario, no necesitaba del agua de la fuente, ya que cerca de su casa tenía un arroyo y de ahí sacaba toda la que necesitaba. Las mujeres no la querían porque no se prendía en el cotorreo propio de mujeres aburridas, hijos no tenía, sus ropas eran viejas y ajadas y muchas veces se olvidaba de lavarlas, estaba tan acostumbrada a la soledad del bosque, a sus ruidos, a la vida simple de la naturaleza que poco le importaba lo que dijeran los demás.
En los días de tormenta cuando todo el mundo corría a sus casas para guarecerse de la lluvia, esconderse de la naturaleza, el miedo a la ira de dios era mayor a cualquier otra cosa, mientras durara la tormenta no se trabajaba, las mujeres no charlaban, no se juntaban al lado de la fuente y se ponían al día con los chismes diarios. Los hombres no eran muy distintos, la taberna seguía siendo el lugar más concurrido, pero el ambiente era opresivo, los ánimos estaban bajos, todos se ponen taciturnos y de mal humor, toman su cerveza en silencio o mascullando maldiciones por la lluvia, la cosecha que se pierde, los animales que se mueren y todo lo que podía ser culpable, la naturaleza, o sea todo.
Mas la habitante de la choza del bosque no era así, los días de lluvia, cuando la tormenta arreciaba con más fuerza, cuando el viento clamaba con todas sus fuerzas era ahí, cuando salía a recorrer el bosque, con mucho más ahínco que los demás días. Tal vez por hacer eso, que para los aldeanos era lo contrario de lo que hacían ellos, era otro motivo para no quererla, para hablar mal de ella, inventar historias, algunas hasta llegaron a tildarla de hechicera.
Lo que hacía ella en esas recorridas, lo que buscaba en esas caminatas nadie lo sabía, sólo ella y el bosque, que en su sabio silencio a nadie contaba.
Cuando una tormenta arreciaba, cuando la lluvia caía sin compasión, cuando el viento clamaba era cuando más fácil, los animales del bosque se perdían de sus casas, perdían el camino de regreso a sus madrigueras o caían de sus nidos, derribados por el viento. Ahí estaba ella, la vieja, la que no hablaba con nadie, la que a veces se olvidaba de sus ropas y de su apariencia. Le preocupaban más las criaturas del bosque, así es como ayudaba a los animales a encontrar refugio, sus madrigueras, si veía pájaros heridos, sin poder volar, o pichones que aún no tenían sus alas para protegerse de la vida misma, la fuerza de la naturaleza se los llevaba. En la choza les daba calor, abrigo, comida, curaba las heridas de todos los animales heridos que encontraba en su camino. Ella los cuidaba como el bosque cuidaba de ella, dándole refugio y comida, ella se sentía en el deber de corresponder cuidando a las criaturas que vivían en él, hasta que se le hizo su forma de vivir, aprendió a vivir en una completa armonía con el bosque, lo sentía vivo, sentía como latía, le hablaba, podía escucharlo, y con las criaturas que en él habitaban.
Siempre sufría cuando los animales partían y dejaban de hacerle compañía en la pequeña choza, a veces el silencio dentro era demasiado tangible, pero sabía perfectamente que ella no era dueña de ninguna vida, ni siquiera de la suya propia, todo pertenecía a la naturaleza, ella era solo un eslabón más de una enorme cadena., invisible cadena.
Pero como todo humano a veces esperaba que algún animal se quedara a hacerle compañía, sentía que la vejez se cernía sobre ella con una lúgubre soledad. Los animales curaban y partían, era una ley natural que volvieran al bosque junto a los otros animales, junto a sus pares.
Los años pasaron lentamente, los veranos se sumaron a inviernos, algunos más fríos, otros no tanto, con épocas de tormentas fuertes y otras que no lo eran tanto. Su recorrido por el bosque continuaba sin modificaciones, se fue alejando totalmente de la gente de la aldea, ya no necesitaba nada de ellos, todo lo que podía necesitar, el bosque se lo brindaba y en abundancia. Los animales que curaba de trampas de los aldeanos y los pájaros que crecieron al calor de su fuego fueron demasiados para recordarlos a todos, pero a todos les tenía cariño, eran como su familia que nunca tuvo, eran los amigos que nunca tuvo; eran amor, que nunca ningún humano le brindó.
Hubo un invierno mucho más duro que los anteriores, en donde la vejez ya estaba instalada desde hacía varios años, ya no salía a recorrer el bosque en los días de tormenta como antes, sus huesos se lo impedían, pero en la medida de lo posible, seguía curando animales, y seguía dando cobijo a todo aquel que lo necesitara.
Hasta que llegó el día que no pudo salir más, era una noche oscura, el viento soplaba con inclemencia y la lluvia caía con toda la fuerza, parecía que el cielo se había partido en dos y se estaba drenando con toda la fuerza. Ella presentía que no iba a volver a ver el sol, sentía el frío de la muerte en sus viejos y cansados huesos. Meditó mucho en esa noche pensando en su elección: cambiar a los humanos por los animales, cambiar la vida de la aldea por la dura y solitaria vida en el bosque. Y no se arrepintió de su elección, no pesaron las noches de soledad, pesó en su última hora haber podido ayudar a tantas criaturas, pesaron todos los animales que crecieron y se curaron, todos los animales que tuvieron su oportunidad de supervivencia cuando pensaban que no.
Un golpe en la puerta, una rama pensó, el viento y la tormenta, otro golpe más, insistente, los dolores no la dejaron pararse del camastro, no podía ver si era una rama o la lluvia, por el ritmo continuo no lo parecía, no tuvo temor, sabía que era su hora, nada más podía pasarle iba a volver a la tierra, a la naturaleza, así lo veía en sus últimas horas, no tenía temor a la muerte, y a la soledad ya se había acostumbrado. El golpe en la puerta continuaba insistente, hasta que una ráfaga de viento la abrió y desde el camastro pudo ver que no era una rama, ni el viento, eran todos y cada uno de los animales que alguna vez había curado. Hasta pájaros que vio nacer de huevos caídos de sus nidos en medio de tormentas.
Su último pensamiento fue que la soledad que tanto la abrumaba en algunas noches era sólo una tonta ilusión, nunca estuvo sola en el bosque.
La naturaleza nunca deja sola a sus criaturas.

Lola Ghiglione















Duele


Duele.
Duele en estos ojos
que no saben si te buscan
o si huyen de ti.
Duele en estas sonrisas vacías
que amaron las tuyas y rieron.
Duele en el regazo de lo vano.
Duele por siempre
tu recuerdo en mis manos.

Elizabeth Francken
en “Los años ámbar”















Radiante relojeas tu entorno
como águila oteando sus presas,
contornea tu figura tu andar sigiloso cual felino,
tu cabello frondoso juega en tu espalda
moviéndose al ritmo
que imponen en tus caderas
tus majestuosas y admiradas piernas.
Ojos color del tiempo,
labios carnosos con tenue sonrisa
que incita que sí, 
pero no me lo pronuncian.
Observo tu figura envidiable,
y quisiera poder ceñirme en tu cintura para siempre
e ingresar en tus pensamientos y no salir jamás.

Luis 528