Revista Voyager N° 9 - Diciembre 2005



Mil perdones


Aunque esto sea lo último,
aunque no quieras interpretarme
ya con entusiasmo,
con alegría,
y aunque sientas el máximo de los odios
hacia mí,
quiero pedirte mil perdones más.

No sirve de nada hablar y no actuar,
no sirve sentir y no ser,
o despiadadamente al revés,
y todo se vuelve oscuro
en esta noche que no recorrerá tu presencia,
y todo será más oscuro aún,
cuando en los días que me asustan
no estarán tus palabras
que eran fuerzas para continuar.

Y tan solo lo he decidido yo,
sin consultarte, sin consultarme,
he dejado de lado esas caricias tuyas
sin ninguna comprensión,
pues el viento a veces me da tantas vueltas que termino girando sin sentido ni ubicación.

Y aunque estés dolida con razón,
aunque pienses que mis confusiones
va más allá de los límites,
que todo el mundo y la primavera
se han incendiado de repente
y sin objeción,
entonces me despido dolorido
y mil perdones
serán mi consuelo en una noche interminable,
y más interminables los días que vendrán,
sin escuchar tu voz.

Esteban











Criaturas Nocturnas


Rodeado de calaveras en la noche de halloween, pisando máscaras ajenas voy abriéndome paso entre la multitud fervorosa que se agita al compás de una música hostil. Todos parecen sonreír, como si un payaso estuviera jugando con sus mentes. Indecentes pensamientos me surcan, tuerzo los ojos al ver dulces doncellas aparearse con reptiles de lenguas bífidas. Pero es noche de brujas, todo está permitido, la pócima surte su efecto en mí, me dejo llevar por el espasmo de los movimientos, adornando el momento, formando parte de un ritual pagano.
Algo rompe el encanto, dejándome al descubierto, mostrándome inseguro e insensato. Trato de volcarme al dialecto, siendo cortés, ubicado, pero torpes palabras pronuncian mis labios. Decido callar, dirigirme a algún jugador que entienda mis contradicciones y vuelvo a hablar, ahora con firmeza como un sabio en alta mar. Subo al bote y comienzo a remar. Lástima que resultó ser un pantano, que ya estaba seco.
Hoy luzco un buen disfraz apropiado para la situación, voy pálido, gélido, ojeroso. Con todo el look de un muerto recién resucitado, chocando mi cuerpo moribundo contra todos ellos que me sonríen, complacidos al verme. Seguramente se preguntaran si lucen infernalmente bien como yo, pero nunca les diré que sus caras aparentan haber salido de algún circo de feria berreta.
Llego a destino, amistades perdidas se encuentran nuevamente, palabras repetidas en alguna otra reunión se enuncian, provocando cada vez menos gracia. Igual nos miramos, compartimos el pasado que nos une nuevamente y para siempre. El grupo es cada vez más florido, nuevas máscaras se acercan tratando de hacerse amigas. Algunos se quitan el absurdo disfraz, lo dejan caer, viendo realmente seres humanos llenos de tristezas, deseos, esperanzas, alegrías.
Alguien me parece interesante, le presto realmente toda mi atención, me alejo del grupo para fusionarme a éste otro ser, comprenderlo, aunque sabiendo no poder hacerlo, el intento es legítimo y bien intencionado. Concluida la conexión verbal, me dirijo al lenguaje del cuerpo, donde estelas de placer estallan, salen chispas de nuestras lenguas como espadas recién afiladas, penetrando en lo más profundo del ser.

Algo se corta. Un cambio en la música, un cambio en el clima, algo esta pasando.
Cuando miro, veo que ya no está, pero eso no me preocupa, hay infinidad de realidades alrededor mío. Todas tienen algo para admirar, aunque a simple vista no lo parezca. Me quedo solo por un momento, sintiendo el calor que se concentra, húmedo, impuro, viciado. Sofocado salgo a la calle, algunos se me habían anticipado. Todo el mundo esta poblado de cuerpos en constante movimiento, parlantes, cabezas. Retazos de conversaciones se entremezclan con el rugir de los automotores que circulan. Un vehículo frena, sale una mano que hace una seña, inmediatamente me dirijo allí. Abro la puerta y me introduzco. Éramos cinco personas allí adentro, todas en silencio, mirando por las ventanas la realidad que pasaba a toda velocidad, el stereo retumbaba como el latir de todos nuestros corazones juntos, veloces y graves...pum...pum...pum.
La entrada al templo nocturno era inmensa, entregamos el vehículo a toda prisa, dirigiéndonos al infame santuario. En la puerta dos primates nos inspeccionaban con mirada de desconfianza. Hay que ignorarlos me dijo uno que estaba a mi lado, por supuesto yo no tenia otra idea en mente, para ver gorilas solo hace falta ir al zoológico, pensé. Aquí el asunto era otro, aunque no sabíamos bien cual.
Adentro los zombis se movían lentamente, sin dirección alguna. El espectáculo era absorbente, las mujeres parecían derretirse empapadas en sudor, como un helado de crema en verano a pleno sol, en cambio, yo me sentía fresco, liviano como una pluma, flotando a través de éstas dulzuras. Los hombres parecían tiesos mirando a esas chicas, mas con ganas de matarlas que de amarlas.
Me postré en la barra, pedí cualquier cosa para sostener en mi mano y sorber de cuando en cuando. Un cigarrillo da comienzo a una conversación, el juego está en la mesa, las piezas, son dos personas que se dedican pequeñas sonrisas, invitándose mutuamente. Juntos, de espaldas al delirio, mirándonos a los ojos, sin cruzar palabra alguna, porque la música lo decía todo, hasta la mañana donde la fiesta termino y el encanto se rompió.

Leandro O. Szilvay













Retrato

Cecilia llora
junto a la resplandeciente ventana del desván

las cavidades de su rostro
tanto como las cavidades de su alma
me obsesionan

afuera
el cielo
rosas amarillentas y espejos y huesos blancos
derramándose
sobre el escarpado horizonte de la ciudad

Cecilia no me mira
quizás le baste con recordarme
y odiarme

sus párpados se desmoronan lentamente
sobre las abultadas columnas de agua
deshaciéndolas 

Cecilia
esta tarde con aroma a tilo
se ha puesto para mí la máscara del llanto

la luz que convoca la ventana
aclara su sien
y las ondas de sus cabellos

siempre me pregunté cómo lloraría
no solloza como lo había imaginado
no solloza como yo
cuando lloro

tarde de angustia
                           silencio
                                        belleza

Gastón











Hay un niño en la calle

Don Armando era un paisano buenazo que había vivido toda su vida en campos que no eran suyos, pero que los había sentido como propios. Siempre había sido respetado por sus patrones, que veían su calidez y hombría de bien, para nombrarlo capataz general de la estancia. Hombre rudo para las tareas del campo, pero sus horas de descanso las usaba para cultivarse leyendo o escuchando buena música. Todo medio era bueno para enriquecer su espíritu. En cierta ocasión, leyendo a su “tocayo” Armando Tejada Gómez se le habían quedado pegadas estas tres frases:

A esta hora exactamente hay un niño en la calle

De nada vale, si hay un niño en la calle
El amor se ha perdido, si hay un niño en la calle.
Ellas  forman parte de un poema,  que se llama precisamente “Hay un niño en la calle”.
Todas estas lecturas  le agregaron a su  filosofía de vida, propia de la gente campera, ese sentimiento hacia la niñez desvalida y abandonada existente en todo el mundo. Las tardes de lectura, charlas y mates servidos por Marta, su compañera de toda la vida,  habían hecho de aquel hombre una especie de sabio, humilde y profundo, capaz de comprender las más complicadas conductas humanas.
Un día le dijo a su mujer, que lo seguía en todo lo que Don Armando emprendiera o dispusiese - “Martita” (así la nombraba) "Nos vamos para la ciudad, a visitar a los nietos” Y allá fueron Marta y Don Armando a Buenos Aires con toda la alegría del mundo.
 Llegaron a la Terminal de Retiro, después de un largo viaje desde el pueblo. Él que podía,  galopar días enteros sin cansarse, las ocho horas de ómnibus le parecieron interminables. Por fin el suplicio terminó cuando el abrazo con sus hijos y nietos le sacaron todo el cansancio acumulado.
Los días siguientes transcurrieron entre paseos y recorridas, por los lugares, que aunque recordados, estaban totalmente renovados por el paso de la “civilización”.
Pero a Don Armando había una cosa que le preocupaba mucho y eso era que   el paisaje de Buenos Aires, estaba plagado de chicos pidiendo una moneda o tratando de vender alguna baratija. Medio sucios y con “cara de pocos amigos” se desplazaban, día y noche por toda la ciudad, sintiéndola como propia, durmiendo en los pasillos o escaleras de los subtes, en las plazas y hasta en el umbral de algún local desocupado.
Estaba acostumbrado a ver a los hijos de los puesteros, que bien temprano a la mañana, ensillaban sus “petisos”. Se ponían sus guardapolvos  y al tranco corto, para hacer mas largo el camino, iban a la escuela muy contentos. A la tarde, después de almorzar, se ponían a hacer los deberes y luego se juntaban para jugar con muñecas y pelotas de trapo.
A estos chicos de la ciudad, se les  notaba la falta de algo, no se le acercaban francamente, era como si tuvieran miedo de ser agredidos. Percibía que el pedir una moneda, les costaba menos que pedir un poco de cariño. No lograba romper esa la barrera invisible que lo separaba de ellos. Estaba acostumbrado a actuar de otra manera con los hijos de Juan o Anselmo, los peones de la estancia.
 De repente se le vinieron encima los versos de Tejada Gómez y comprendió que la mayoría de los hombres y mujeres de las ciudades –que se dicen a sí mismo “muy ocupados”- son capaces de dar cosas materiales, para que las distribuyan otros. Que ha creado supuestas instituciones benéficas, para distribuir el dinero sobrante de sus abultados sueldos, justificando con esas acciones,  las “bondades” de sus helados corazones. Pero no son capaces de  ofrecer un minuto, de su valioso tiempo, para dar un poco de amor.
Cuando volvía en el ómnibus, rumbo a la estancia, pensaba en los niños de Juan, Anselmo y de todos los puesteros, que a pesar de todas sus falencias eran inmensamente felices. Pero  Don Armando seguirá pensando que el corazón de los hombres de las ciudades se  debe entibiar, y deben aprender a poner las acciones donde corresponde, antes de que sea demasiado tarde, porque cuando esos niños dejen de serlo, las lágrimas derramadas no serán suficientes para lavar la sangre de las calles de Buenos Aires.

Mario Cano













          Slade

Peligro en el bosque


Ya se acordarán de Slade, el hechicero, el mismo hombre que mató una gárgola y conjuró el Serpenta metí y se atrevió  a sufrir sus consecuencias.
Resulta que,  María, su jefa, le dio una misión nueva: vencer al Lechi, el duende místico del bosque.
El Lechi, el espíritu del bosque, es prácticamente verde y azul, no tiene sombra y usa los zapatos al revés.
Esta vez, Slade  tuvo que ir a Elk, donde se hospedó en Greta, una posada famosa por su  hospitalidad y su adicción a los gatos.
-          Señor posadero, sírvame unos cuantos vasos de ron verde de Santa María.- Dijo Slade.
-          ¿Unos cuantos qué?- preguntó  el posadero.- Sólo supe de él en libros de Blade el Negro.
-          ¡Adivina quien soy!- Dijo Slade con voz irónica.
-          ¡O, cielos, supongo que esta vez usted vino para matar al Lechi!- Le dijo el posadero- Si es así, solo le diré una cosa, antes de entrar al bosque, póngase los zapatos al revés y cambie la hora de su reloj a las 6:00 pm, o bien puede romper su reloj.
Slade (pensando que el posadero estaba loco) se adentró en el bosque sin modificar su atuendo. Luego de unos cuantos minutos, Slade decidió utilizar su brújula para orientarse en el bosque, pero esta había desaparecido.
Desesperado, Slade intentó hacer una brújula con un palo y una piedra (Además del conjuro gigitfili) pero no lo lograba, algo se lo impedía.
De repente, una voz conocida resonó, era la voz de Nylon Mohan.
-          Snape morpea fallecius centauro ¡Finish! ¡Finish! ¡Finish!.- Resonaba la voz una y otra vez.
-          No, no, Nylon está muerto, la gárgola lo mató, no, yo lo maté, la gárgola me mató a mi, y Nylon mató a la gárgola.- Se dijo Slade, poseído por la locura.
Entonces, Slade  comenzó a correr como un loco, corrió y corrió hasta que una raíz que sobresalía del suelo lo hizo caer de bruces contra el suelo.
La caída fue tan dura que el reloj que Slade se hizo añicos contra la tibieza del suelo.
Aun así, Slade siguió corriendo, de repente, dos rocas aparecieron de la nada y engancharon los Zapatos de Slade, quien salió catapultado hacia el suelo, desmayándose por la potencia de la caída. Cuando despertó, la locura desapareció y apareció la esperanza, surgiendo como por arte de magia, la voz de Nylon se esfumó y, en lugar de ello, la voz del posadero hizo eco en su mente.
- “póngase los zapatos al revés”- Decía la voz del hombre.
Slade comenzó a mover con esperanza la hierba, creyendo que encontraría sus zapatos.
Efectivamente, en medio se la hierva, los dos zapatos estaban enganchados en dos rocas en forma de peñasco.
-          Bien, al Lechi se lo regalo a otro mago loco.- Se dijo Slade mientras se ponía los zapatos al revés.
A propósito, uno de los miles efectos del Serpenta mentí es la cobardía, una cobardía que, en muchos casos, puede salvarte la vida.

Nahuel Melis
10 años














El conocimiento prodigo


y cuando el sol sufrió
partiéndose en mil pedazos
el niño ya había comprendido
la Soledad y el Dolor de las estrellas

Sebastián Humberto






 

Creación

Quise inventar algo,
nunca había intentado siquiera hacerlo;
recorrí mi mente con suave brío.
Algo loco, liviano, transparente debía ser.

El suelo sonó como una gota rompiéndose,
como la saliva que se hace gota en tu boca,
como tus besos que se pegan a mi piel,
como mi cuerpo dividido en dos cuando nos amamos.

Nació lo impensado tantas veces planificado:
los sueños entraron y contagiaron.

Entonces te inventé preciosa;
llena de defectos y amor, sino es lo mismo.
Me desarme para armarnos
y te inventé
                  para amarnos.

Jonatan













Un gato


Allí está el gato posado en la pared del vecino estúpido.La tarde lo registra en número infinito.  No se atreve a mirarme; (porque está de espalda a mí), pues, yo sí lo miro detenidamente. Arroja un estornudo y sigue observando un eucalipto enorme enfrente de el. Posiblemente se pondrá en cuatro patas y lamerá sus afelpadas patas para el rito. Pero no: sigue en su pose perfecta sin mirarme; hago señales para atraer su atención; le tiro  una piedra y le erro. Me pregunto por qué sigo mirándolo. Creo que ya estoy involucrado desde que lo miré por primera vez en calidad de espectador; entonces mis aspiraciones sólo se deben a ese gato: a su pellejo, a sus uñas, a sus ojos, a su mirar de tigres y jardines.

Ahora se erige increiblemente. Voltea su cara y mira que estoy mirándolo también. Nos observamos largamente conociéndonos, interpretamos que somos la misma fábula eterna de un gato en busca de un ratón.

Cristian Navarro

Revista Voyager N° 8 - Noviembre 2005






Poema

Y qué esta noche, si el tiempo
se toma cuchillo
transcurriendo sobre mi piel.
Si mi único postrero horizonte es
la triste verdad
de esta vieja pared.

Qué hay de mí
agonizando este cuarto donde
Curiosas sensaciones me asisten
y me ignoran
las básicas nociones
temporales y espaciales.

Las sonrisas huyeron despavoridas;
tras hermosos
velos de artificio han expiado.

y qué va a ser de mí!

Sebastián Humberto












El delirio de ser verdad

El fracaso de ser, solo ser.
Un ser que decepciona y alimenta,
juega y perdura,
tiembla y resiste.

Un ser que fluye como el río solo.
Un ser sin fin, sin edad, sin destino.
Alguien sucio lleno de belleza.
Alguien limpio lleno de maldad.

Un ser que delira su verdad,
alimentando la mentira.
Un ser prófugo del corazón,
atrapado por el fuego del amor.

Ese ser guarda rencor de ser humano.
Ese ser no es un ser, sino humano.
Como tal piensa y razona,
pero su locura cotidiana lo traiciona.

Encierra en la mirada jazmines
y mira con ojos de espinas.
Mira como burlando la verdad,
encierra en esa locura la cordura.

Ese ser que no quiere ver,
ese ser ama demasiado.
Un ser así es diamante,
que se oculta y se mutila.

Jonatan

 













      Slade

En Rocaroja


Slade era un hábil mago de magia negra conocido como “Blade el negro”.
Un día, Slade recibió la misión de vencer una gárgola oculta en el castillo en el poblado de Rocaroja, llamado así por la temible bestia que lo habitaba (No es que la bestia fuera roja sino que era roja la sangre de sus víctimas).
Una vez en el sitio, Slade alquiló una habitación en una posada llamada Ojo de Fénix.
-Saludos, buen extranjero.- Lo saludó el posadero.- ¿qué le puedo servir?
-Un té de anti-gárgola.- Bromeó Slade  mientras bebía un sorbo de agua de su cantimplora.
-¡Vaya!- comentó asombrado el posadero.- ¡así que usted es el famoso Blade el Negro!
-Sí, ¿por qué?- preguntó Slade.
-No, no, por nada.
Unas horas después, Slade se dirigía al castillo Dedalus (Ahora conocía el nombre del hogar de la gárgola) cuando se encontró con  el hombre al que  jamás creyó  volver a ver, Nylon Mohán, un amigo de aventuras juveniles. Justo cuando este se daba vuelta para saludarlo, una garra surcó los aires y golpeó en medio del abdomen a Nylon, desgarrándolo al instante.

Atrapado por la cólera, Slade  lanzó el hechizo más mortífero que conocía, él zerpenta metí.
-Snape morpea fallecius centauro ¡Finish!- Pronunció con un movimiento curvado con la mano. La gárgola, afectada por el hechizo, comenzó a desintegrarse rápidamente, cumpliendo con la misión de Slade.
Eso sí, lanzar este hechizo tenia sus costos.
Unos costos mortíferos...

Nahuel Melis
10 años






 


La historia de los espectros que resurgieron de las tinieblas


El granjero yacía muerto en el corral, el potrillo ensillado en la tranquera. La oscuridad era  plena. Todo marchaba según sus planes.
-Llévalo tú, Ignacio- ordenó una voz revelándose entre las penumbras. Ignacio secó torpemente el sudor de su frente y se marchó jadeante. El crimen estaba hecho.

Ajustaron las correas de los bultos y se internaron en el abrigo del bosque. Comenzaba a amanecer; ávidos brotes de sol husmeaban oscuros rincones. Bordearon setos, malezas y juncos; arroyos que serpenteaban vagamente profundas laderas y lechos, caminos salpicados por altos robles y nogales. Cabalgaron durante horas, tratando de evitar contacto con cualquier otro individuo. La cabaña no habría de estar muy lejos. Tenían poco tiempo.
El sol se puso; el cielo nocturno los envolvía sosegado, límpidamente. Se adentraron en los senderos más recónditos, camuflándose bajo la sutileza del vidrio, la ilusión agazapada. Todo parecía cobrar vida: a la distancia, árboles que se confundían con extrañas figuras, el incesante suspiro de una brisa somnolienta  entre las ramas, el aterrador murmullo de las hojas perdidas y…un grito… ese despertar del silencio sepultando gemidos agonizantes, la oscuridad sellando la sutileza del crimen, la esperanza desenredando infiernos, el arte de lo perverso resurgiendo de lo inevitable...
Quedaron paralizados.  Ya era demasiado tarde. Fugaces sombras se escurrieron entre los juncos, como si jugaran a las escondidas. Reían. Sintieron escalofríos que los estremecían gradualmente. Las figuras no paraban de moverse. Reían. Siguieron avanzando lentamente, no miraban hacia los costados. Tenían miedo. Las sombras se evadían de ese mundo incierto, entre pantanos y juncos, para convertirse en inocentes ardillas que se esfumaban bajo la insoluble oscuridad  y un silencio efímero, cuestionado por los grillos bajo azules perdidos. En fin, sólo eran ardillas…
Parecía mentira: años perdidos en soledad y abandono; hipnotizados por amargos rencores, misterios, traición, odio…insolada locura. Decapitando sueños; sepultados en infernales calabozos durante años que parecían eternos. Sus vidas parecían dar un vuelco repentino, como oscuros espectros que volvían a resurgir de las tinieblas…
Cada minuto que pasaba era eterno. Su ansiedad por llegar era cada vez más prematura. De repente, una figura que resurgía entre los robles se abalanzó sobre ellos. Ambos se lanzaron hacia los juncos.
-Llegan tarde- profirió una voz- debemos apurarnos, ya deben estar esperándonos…
Las sombras trepaban los setos, las nubes comenzaban a levantarse,  la imaginación inerte de sus pensamientos se desplomaba en el horizonte. Siguieron al desconocido un trecho, parecía conocer los caminos de memoria. La ineludible palidez de su rostro delataba una personalidad ermitaña, sosegada. ¿Quién era ese hombre? ¿Acaso era uno más?
El camino se tornaba cada vez más dificultoso; se habían apartado del sendero. Caminaron por el corazón del bosque, ceñidos por una bruma espesa y la penetrante crispación del instinto; el puñal del viento acuchillando la inspiración del alba. El cielo se tornaba pálido; pasajeras manchas crepusculares envolvían el horizonte; la inmensidad del cielo vespertino los hacía cada vez más pequeños. Sólo eran puntos: tres puntos que trataban de superar los límites que el propio destino había sido capaz de ponerles a prueba, superar la  barrera  que separa una vida incierta, misteriosa, férrea de…
Un destello de luz agonizante se disipó entre las hiedras. Las horas de oscuridad habían parecido eternas. Pudieron ver las luces de la cabaña parpadeando en el agua. No podían creer haber llegado…
Cruzaron un viejo y llamativo puente, el mismo que el leñador les había predicho poco antes de emprender el viaje. El lugar apestaba a resina. Asediado por numerosos cedros y alerces, un arroyo cristalino zigzagueaba rústicamente los alrededores de la cabaña. El ermitaño golpeó bruscamente la puerta. Nadie respondió. Se asomaron por la ventana y notaron que la mesa estaba servida.
-Será mejor que esperemos aquí, no debe tardar en llegar- dijo por fin el ermitaño, tratando de evitar mirarlos a los ojos.
Se sentaron plácidamente en las escalinatas de la cabaña, acólitos por una bruma enternecedora gravitando aquel mundo desconocido. El lugar transmitía una armonía única, irreprochable. No era más que eso, sentarse y escuchar el silencio…
Abrieron los ojos lentamente. Estaba amaneciendo, un sosegado resplandor naranja impactó contra sus rostros, cerrando las puertas a un ocaso predecible. Se miraron fijamente unos segundos, como si aún no aterrizaran en la dolorosa pesadumbre de la realidad. Se habían quedado dormidos, esto no podría estar pasándoles… La cabaña estaba vacía, no había rastro de nadie que pudiera haber entrado mientras ellos dormían profundamente en lo más remoto de sueños sublimes, pesadillas quizás...
Atroces y singulares crímenes, ¿Qué podría ser peor? Uno más en la lista, un grito, era tarde. El leñador no les había previsto nada de esto; debía haberles dejado algún mensaje, una señal… pero nada de eso habían encontrado. En fin, tenían que seguir su camino. El granero no habría de estar muy lejos…
Los caminos eran cada vez más desolados, el cielo cada vez más despejado…habían acabado el tramo del bosque, irrumpieron en terrenos cada vez más solitarios. Estaban cansados, pero no debían detenerse, el tiempo los sujetaba hasta el cuello. El ermitaño aminoró la marcha, respiraba con dificultad. Su rostro se fue tornando cada vez más colorado, como si alguien lo estuviera estrangulando, pero no había nadie más allí: solo oscuridad, silencio… Con un último esfuerzo tomó un papel de su bolsillo y lo aferró duramente entre sus dedos, al mismo tiempo que un golpe seco y un último grito callaban el silencio. Ellos lo sabían, siempre lo supieron; tarde o temprano sus condenas llegarían, no había escapatoria. De todos modos, nada perderían por intentarlo.
Las luciérnagas acometían vagamente la cúpula infinita. Ensillaron el potrillo en la tranquera y  se apresuraron a llegar al corral. Como lo suponían, era demasiado tarde… jadeando, Ignacio llevó el cadáver hacia el lago.

Singulares crímenes, el granjero que yacía muerto en el corral, la misteriosa desaparición del leñador en el bosque, un ermitaño que yace sepultado en lo más profundo de su soledad aferrado a un mísero papel… Dos sujetos: dos sujetos que marchaban hacia el bosque bregando sus últimas horas, mientras los envolvía, sin pausa, la oscuridad.

Ayelen Illanes
2° premio de la etapa regional en los torneos bonaerenses











Burla a la soledad


Siento la frontera de tu piel,
                                 y hace frío.
El freno de tus ojos a los míos,
                                     y hace frío.

Cómo tratás de ocultarme tu fragancia
y vaciarte de mí. Hace frío cuando
frente al mar te lloro.
Escondo en el frasco del silencio el dolor
                                          y hace frío


Cando junto a la almohada hace frío,
con una frazada
                     lo esquivo.

Danilo











La espera


Era aquel un lugar distinto por su estructura edilicia. Los principales edificios públicos, que se encontraban a lo largo de una avenida de doble circulación, le daban la apariencia de pueblo de paso.  Sus incontables casas estaban dispersas en  manzanas mal dispuestas, debido a  una anárquica diagramación urbana. Solo la inmensidad de la  pampa que lo rodeaba,  unía a Puente Viejo con  los demás pueblos del mundo.
En el fondo de la avenida, ya saliendo de la zona urbanizada, estaba la estación de servicio.  Don Juan, su  propietario, estaba  parado en la puerta.   Los brazos en jarro,  le daban a aquel hombre  una imagen de “patrón” del universo. Su  mirada,  hundida en el paisaje,  vislumbraba, desdibujada y ondulante por el espejismo, una polvareda muy lejana, casi eterna. 
 Se percató que a su  alrededor, todo era silencio, que las campanas de la iglesia no repicaban, porque no había feligreses para llamar, y que el Palacio Municipal  estaba vacío, porque no había contribuyentes, ni concejales para legislar.  La policía no procedía, ni los  jueces impartían justicia, porque no había crímenes, ni robos, ni controversias de ningún tipo. El hospital  estaba sin  médicos y  enfermeras, porque no había enfermos que curar. En los locales comerciales no se exhibían  mercaderías, porque no había compradores. Reinaba la paz en todos los ámbitos de Puente Viejo, porque el pueblo  no tenías habitantes.
 Por un instante imaginó, que la polvareda desdibujada y lejana, se transformaba en gente que poblaba las calles de Puente Viejo. Entonces – pensó - que resonarían las campanas de la iglesia llamando a los fieles, que acudirían a confesar los pecados, que volverían a cometer una y otra vez, que el Palacio Municipal se llenaría de contribuyentes y los concejales legislarían, procurando quedarse con la mayor parte de los dineros del pueblo, pero siempre prometiendo una vida mejor para todos.  La policía reprimiría brutalmente a los inocentes y haría la “vista gorda” con el  accionar de los verdaderos delincuentes. Los jueces impartirían injusticias olvidando, en sus fallos, la aplicación de las leyes. El hospital estaría superpoblado de gente enferma y sin atender, porque los médicos y enfermeras estarían protestando  para obtener mejores salarios.  Las calles estarían  cortadas por piqueteros, que pidiendo pan y trabajo,  sabrían de antemano, que nadie les daría  respuesta  a sus necesidades. Se acrecentarían las ventas de  artículos innecesarios para vivir, ofreciendo  regalos, tómbolas y toda la artillería pesada del marketing y la gente compraría, con todos los medios de pago posibles, hasta quedar económicamente destrozados.     
El caos se apoderaría de  Puente Viejo.
  Pero no obstante todo ese caos, también se llenarían las plazas de niños jugando, con sus madres embarazadas, esperando a que los padres regresen de trabajar. En los asientos, de esas  mismas plazas, se sentarían  parejas de enamorados prometiéndose amor eterno, entre besos y caricias. Los  ancianos, jugando a las bochas,  se sentirían felices, rodeados   de sus nietos. En realidad todos los habitantes de Puente Viejo, en algún momento, podrían gritar con toda la fuerza de sus pulmones: “ Hoy  he tenido un día de felicidad”
Don Juan dio media vuelta, entro en la oficina de la estación de servicio y se sentó en cómodo sillón  del escritorio Con la mirada puesta en el infinito y con voz muy segura expresó “Vale la pena esperar”.          


Mario Cano        

Revista Viajero N° 7 - Septiembre 2005




El aljibe



Un aljibe seco, en una casaquinta alquilada en el verano...,
desde el primer día de las vacaciones, comencé a dar vueltas en tomo a la idea de sujetar una soga y bajar con una linterna hasta el fondo de ese mítico laberinto, recto y vertical que me seducía y rechazaba al mismo tiempo. No podía terminar mis vacaciones y dejar esa casa, tal vez para siempre, sin atreverme a explorarlo. No podría escribir una sola línea de mi tan esperada novela en esa casa de las afueras de Dolores sin haber llegado a concretar esa acuciante fantasía.
Una noche de plenilunio me levanté súbitamente de la cama, como despertado por un llamado del aljibe. Busqué mi linterna y, vestido apropiadamente, mientras mi mujer dormía, me encaminé hacia el punto exacto de la cita.
El descenso se hizo lento y prontamente la luz de la luna dejó lugar al más oscuro de los silencios. Luego de un tiempo prudente, dudé en seguir o volver pero me fue imposible ascender un solo centímetro, pensé que estaba cansado y que el final no estaba lejos. Así fue como pisé tierra firme casi inmediatamente. Pensé en descan­sar para volver a subir, pero antes saqué la linterna de mi cintura e iluminé el lugar. Un esqueleto humano se conservaba dignamente sentado en el suelo con la espal­da sobre la pared en posición de estar descansando, a su lado una pila de hojas manuscritas envueltas en un nylon. Intenté volver a subir y me resultó imposible, me senté para descansar y me dediqué a leer ávidamente esos manuscritos de 33 hojas. Contenían el comienzo fabuloso de una novela inconclusa.
Supe desde ese momento que me sería imposible volver a la superficie y que sería el único lector de esa escritura que me tenía como protagonista. Me acomodé para relajarme, envolví cuidadosamente el manuscrito y me entregué mansamente a un sueño inevitable, abrazado al autor de mi final.

Andaluz













Volver


De repente volvemos,
caemos desde el ocaso
como cayendo hacia lados que no existen
e imaginado suelos que desaparecen,
la superficie blanda absorbe distancias exageradas
que se clavan, no dejan espacios para sentir,
en ese laberinto de circunstancias.

Y en la vida hay momentos que olvidamos,
los dejamos detrás de eternas paredes espejadas
que solo reflejan parte del presente
y por las grietas es por donde padecen y salen a luz
las diferencias de interpretación,
cuando el sol no sale, fa luna tampoco,
y tú tampoco sales de ti mismo.

Un día de bajas temperaturas
una especie de apertura lineal expulsa
años que sin ser tiempo perdido
lo llamamos pasado y no lo queremos,
pero el pasado es la persona que da forma al presente,
y el desnudo es tan artístico como los sueños,
no hay nada más sentimental que las sensaciones,
y nada más represivo que el descuido,
y en su falla el olvido.

Las historias que contamos parciales inevitables,
acontecen dentro de una espina que se ata a lo que queremos,
y cuando hablamos hiere profundo el instinto de no entender,
y cuando callamos también hiere pero ya sin fuego ...

Apenas escondido el misterio de lo que somos,
lo que fuimos o aquel que realmente podríamos ser,
se encuentra el desarrollo de una vida que se asombra
pero tiene solución,
el alma sufre si es que no la sacamos a pasear,
la mente protesta y sus señales asesinan
por el encogimiento de las partículas del sol,
no hay vergüenza en la libertad,
no hay destellos de alta tensión en algo que se abre
y ya no contiene esa espesura permanente.

Termino siempre por el mismo sendero invisible,
que lo rompemos cuando damos un salto
en el sentido transversal,
porque lo continuo se encierra en sí mismo,
y el silencio es el cambio de ritmo,
cuando vemos al objeto desde el ángulo de la sombra,
aquella que se encontraba oculta, inmersa en la irrealidad,
de ser como podemos y no damos una oportunidad ...














El arte del detalle


La luna de un negro violáceo
y el cielo muy blanco.

La aurora venidera dorará su vello.

Ella pinta los bordes de bordó,
delinea la inmensidad
y sus cabellos son como labios rizados.

Ella desmenuza dulcemente
el esqueleto de la copa.

Una ventana
la muestra ansiosa detrás de lo profundo,
recogiendo tulipanes y detalles
que yo olvidé mientras la miraba.

Gastón














El sueño



Me levanté esa mañana, cansado y con muchas ganas de seguir durmiendo. La cabeza parecía que me iba a estallar los whiskys me habían caído bastante mal, pero más que nada me sentía extraño, seguía dando vueltas en mi mente el acontecimiento vivido la noche anterior.
La reunión había sido en la casa del importador de automóviles, a ella concurrían, como en tantas noches, lo más granado del pueblo. Se juntaban personajes de distintas generacio­nes, que se unían con deseos de pasar muy buenos momen­tos. Todo se transformaba en conversaciones banales e intras­cendentes, siempre consumiendo abundante comida y bebi­das alcohólicas a discreción. Estaban allí, por nombrar algu­nos, el ingeniero experto en redes de gas y la señora dueña de casa, en grata conversación, pero con intenciones lujuriosas. El anfitrión, con la señora del dueño del aserradero, departía amablemente, siempre cuidando las apariencias, por si alguien se daba cuenta de la aventura amorosa que estaban manteniendo. La joven hija del representante de cigarrillos, sacaba a relucir todos sus encantos femeninos para conquis­tar los favores de un abogado amigo de su padre, un hom­bre mucho mayor que ella, pero muy atractivo y desprejuiciado. Los otros matrimonios, junto a sus hijos e hijas mayores, y no tanto, jugaban a las cartas. Por supuesto, se hacían toda clase de trampas, con habilidades propias de tahúres profe­sionales, y entre copa y copa, bocado y bocado, criticaban y se reían de la mojigatería u honestidad de los demás habitan­tes del pueblo. Todo era, a mi entender, de una hipocresía sin límites. Un ensayo de lucha, entre sus bajos instintos contra las malas intenciones, disimulando permanentemente sus propias conductas y dejando traslucir la infelicidad que los envolvía.
En un momento, sentí como una explosión, y luego un rayo iluminaba el ámbito. Miré a mí alrededor y observé que todos se miraban con tranquilidad, como si una aureola de paz los poseyera, comenzaban a confesarse, sin ninguna vergüenza, toda clase de infidelidades conyugales, comerciales y mil atrocidades más. Se comentaban sus propios pecados cometidos, o por cometer, con personas presentes y ausentes. El ámbito se había convertido en un gran con­fesionario. Parecía que se sentían felices, porque les complacía sincerar sus mise­rias y vergüenzas, y la felicidad era completa porque no sentían culpa, y sin culpa, no hay castigo posible. Aquel fenómeno los había convertido, temporariamente, en personas menos egoístas, menos ventajeras, y con principios de solidaridad capa­ces de pensar en el prójimo, sin querer sacarles alguna ventaja. Prometían ayudar a los demás, sin esperar compensación alguna y ponían a disposición de los más desvalidos, sus bienes, que si bien, habían sido conseguidos con argumentos inmo­rales, los ennoblecía el acto en sí mismo y sentían la satisfacción del deber cumpli­do. En una palabra, se habían convertido en seres caritativos y únicos.
Pero de repente, como si nada hubiera sucedido, todo volvió a ser como al princi­pio, nadie parecía haberse dado cuenta de nada, nadie hacía comentario alguno sobre lo acontecido. Entonces volvieron a mentirse, a estafarse, a hablar mal de los demás y a pensar solamente en sus mezquinos intereses personales. Sus risotadas me resonaban, como surgidas de un enorme campanario, que a toda orquesta, hací­an que mi cabeza diera vueltas y vueltas, sin parar. Entonces, aturdido y malhumo­rado, me puse de pie, me enfundé el abrigo y caminé hacia la puerta de entrada. No entendía nada, se habían olvidado de mi presencia, por tanto, tenía la horrible sen­sación de haberme convertido en el hombre invisible. Me di vuelta, los miré a todos, sonreí por no llorar, y dando un portazo me alejé del lugar.
En el camino a mi casa, sentí que una gran angustia me envolvía, pero la soledad de la noche me devolvió la esperanza de ver, en un futuro aún lejano, que el sueño del rayo se hiciera realidad, y cambiara definitivamente los hábitos de la humani­dad.

Mario Cano













Otoñal

                                                                        a Roxana Contreras
Cae la tarde enredándose en la llanura,
el rumor de un ave parece deslizar
el tiempo al reposo de un gato infinito,
tus ojos de mañana y de futuro todavía es ese sueño.

Beso tus labios a una sola luz desnuda del otoño
que está tendido en mi memoria;
te contemplo con la última hoja de un árbol que no cae,
trasciendo más allá de toda historia.

Te revelo que estás nuevamente hermosa
y dibujas muecas como sorprendida.

El Sur se esconde en el crepúsculo nocturno,
el cielo desata una lluvia perdida de marzo;
aún queda la hoja del árbol en el aire.
Sobre tu hombro abrazo el tiempo de la noche,
el insomnio, los vómitos del tango, tu sexo y tus senos,
desnudo y hecho pedazos.

Cristian  Navarro













Una lágrima


Tarde ya muy tarde, bajo un cielo alúnido, pero rebosante de millones de estrellas que se apiñaban y dispersaban frente a un inmenso paño azabache, la silueta desdibujada de un pueblito mostraba su endeble fachada. Revelándose con los destellos provenientes de las colinas, que esa noche, parecían más cercanas que nunca.
Las casitas del poblado agonizante entre los árboles que adoptaban grotescas e intimidantes formas, se pintaban con cada fulgor. Para volver a vestir el matiz del miedo tan pronto se extinguía el brillo, el color de una noche sin luna. Cuando la muerte negra se viste de negro para acercarse sin ser vista, llegando por la espalda justo hasta donde alcanza su guadaña.
Fueron pocos los que quisieron quedarse, y apenas dormían, viviendo los inquietantes sueños de un alterado descanso.
Una solitaria luz se percibía desde lo lejos en la compacta figura del pueblo. Era la ventana imprudentemente abierta de un balcón, y en ella, dos siluetas se recortaban delante de la macilente claridad de un candil.
- ¡Te lo advertí Sansón, pero como siempre, te salís con la tuya!, y si papá nos pesca, seré yo la que tenga que soportar el sermón -
Como respuesta: solo un leve gemido, grandes orejas que trataban de aplanarse en una enorme cabeza, y dos ojos culpables mirando de soslayo a la pequeña.
- ¡Oh!, ¿lo viste?... ¡mirá!, otra vez ¡ahí! - la niña rodeó con el brazo a su amigo, y los repentinos fulgores lejanos iluminaron por momentos su asombrado y pecoso rostro - papá  dice que están cerca, y dentro de poco nosotros también vamos a tener que irnos. Hoy es un día triste, Sansón, no sé si volveremos. Lo escuche hablar con el abuelo y mamá mientras yo dormía... bueno, vos ya sabés... Es una guerra de verdad, no como cuando jugamos en el campo, ahí hay gente grande, y ellos no tienen armas de mentira, ¡qué lindo sería que nos escucharan para que les explicáramos cómo hacemos nosotros! ¿no?. ¿Sabes, Sansón?, a veces se matan por un poco de tierra. ¿Y para que lo querrán?. El abuelo dice que para amontonar los escombros y cavar sus tumbas, y papá opina que la provocó no sé qué país para venderle armas a los que pelean. Se gasta mucho dinero en una buena guerra, mil veces más de lo que debe haber gastado el padre de Manuel con la enfermedad de su hermanito... y no le alcanzó, ¿te acordás?... - preguntó la niña frunciendo el ceño, aun sabiendo que Sansón no recordaba - pero no quieren hablar conmigo. Dicen que no correspondería, ¿y vos creés que se esfuerzan por explicarme? -
Sansón comenzó a animarse meneando la cola.
- Pues no! - exclamó la pequeña, y el can volvió a su letárgico estado - ponen cara de caramelo y después tartamudean y se taran, dicen que las cosas empiezan y se van complicando hasta que después nadie sabe por qué pelean, que se transforma en una cuestión de “honor nacional”, y no sé que montón de cosas más. ¿Sabés qué pienso?, creo que no se atreven a decir lo que en realidad sienten, creo que no quieren darme la razón porque los haría ser como niños, y ya son grandes... - la niña miró sus manos y tal vez las noto infantiles - cuando yo sea grande no voy a ser como ellos... pero por las dudas, recordádmelo siempre, ¿si, Sansón? - su amigo siempre le contestaba, y se acomodó para ladrar cuando una regordeta mano trabó su hocico - ¡ay, Sunsy!, ¿cuándo vas a usar todo el aserrín que hay en tu cabezota? -
Al instante, el rostro de la niña se volvió hacia el horizonte. A lo lejos la batalla llegaba a su momento más feroz, y como una amenazante tormenta de verano, inmensas nubes de humo y polvo espejaban flamas de avérnicas cuevas.
- ¡Pobres soldaditos!. Sí, ya sé, son hombres grandes, pero creo que deberían ir sus madres y traerlos de una oreja como a nosotros. Lo que pasa es que a veces las personas hacen las cosas en el momento en que no es preciso, y después, no hacen nada. ¿Irían si pudieran? - la niña miró por un instante a su fiel compañero - no me dejes ser tan cruel, ellas deben estar muy tristes, llorando y rezando... pidiendo... ¿y Dios, Sansón?, ¿qué opinará de todo ésto?. El padre Javier dijo el domingo que su... ¿ira?... sí, que su ira debe ser infinita. Está equivocado, Él no puede estar enojado, debe estar muy triste... pobre Dios... pobres soldaditos. Pero, ¿por qué no hace algo?... el padre dice que somos sus hijos... vos también, por supuesto... - aclaró mientras acariciaba a Sansón entre las orejas, luego volvió a fruncir el ceño y continuó - ...y claro, es probable que los hombres no sean tan grandes como parecen. Quizá para ellos, pero para el bueno de Dios... -
y una lágrima rodó por la mejilla de la niña, acomodó entre sus manitos las toscas patas de Sansón y rezaron en silencio, con la mirada fija en un hermoso cielo azabache. Alúnido, pero colmado por una miríada de estrellas.
Y en lo alto, muy muy alto, una amarga sonrisa si dibujó.
Y una lágrima rodó por una mejilla.
Y quiso el azar que se dirigiera hacia la Tierra.
Y dio el destino que una estrella fugaz se precipitara en el campo de batalla.
Nadie allí tuvo tiempo de advertirla.
Pero por esa noche... el fragor cesó.

Daniel Gonzalez
mailadaniel@yahoo.com.ar














Pesadilla

En resumidas cuentas,
solo nos va quedando
el mañana.
¿Cuál mañana? El que imagina
milagros soleados, filtrando rayos
de sol esperanzado,
o el que vislumbro al borde de una realidad
que me tortura.
Preocupación asomada a oscuro vacío,
sin contención de red para el futuro.
Un futuro de envejecidos cartoneros,
inmigrantes a un mundo de desechos.
Caballo de madera, desfilando modelos
de pobreza, calesita antigua
girando en decadencia.
Luz que me abruma en la brumosa niñez
del desamparo, cabezas canas
pintadas sin sueños, desesperada búsqueda
del ayer perdido.
Humanidad embozada, tras el ansiado pan
que se niega,
inercia detenida en el cansancio,
que al fracaso sin razón,
hoy los condena.
Marcha del hombre encapuchado,
en un submundo de dolor globalizado.
Desamparo en el rescoldo de una fragua
silenciada, impotencia, angustia y rabia,
de callosas manos aquietadas.
Miseria, lluvia de cenizas nublan el horizonte,
retazos de cielo en la ventana, simiente ilusionada
de un destino mejor, el de mañana.

José Casquero Galone













Discusiones


Me desperté para ir al baño de madrugada. Suelo hacerlo; creo que ya no es que tenga tantas ganas (en algunos casos sí), sino, mera costumbre.
Traté de llegar al pasillo que da al baño, pero fue inútil, alguien me había jugado una broma. Al primer paso, me choque con una pared, que juro, jamás estuvo allí. Probé traspasarla: seguramente, esa pared era producto del sueño. Después de tropezar con ese maldito banco, levantarme un poco dolorido del piso y darme unos golpes en las paredes del pasillo, por fin pude llegar al baño.

Hace unos meses me habían regalado un pequeño chihuahua, como es ínfimo, no alcanzan a despertarme sus graciosos intentos de ladridos resfriados; pero sí, su lengua mojando toda mi cara y, a veces, un liquido que me calienta los pies. Cuando necesito dormir hasta el mediodía, pongo un banquito que cubre la entrada al cuarto.
Verónica, no entiende que yo me levanto para ir a trabajar y encuentro la inmundicia de Tomy por toda la casa. Encima de que ella no se quiere levantar, porque viene muy tarde del trabajo, tengo que desayunar solo y con un olor viciado, que precisamente no es de flores. Ella dice que más tarde lo junta, que yo podría ayudar un poco y que está cansada de mis reproches. Yo le digo que gano más que ella, que ya sé que llega muy tarde y que seguramente a consecuencia de que tiene un amante. Así discutimos seguido (demasiado, para mi gusto), hasta que un día me canso y le digo que así no podemos estar más. Pienso que va a entrar en razones, pero no. Se va de casa y a causa de la pelea queda un agujero en la puerta. La saco pensando que la voy a cambiar... y me voy a desayunar, sin dejar de atender mis necesidades fisiológicas.

Cuando volví del baño, ella estaba en la cama durmiendo placidamente. Ni bien me acosté, me rodeó con un abrazo reconfortante. Decidí no pelear por lo del perro en la mañana.

Jonatan