Revista Voyager N° 9 - Diciembre 2005



Mil perdones


Aunque esto sea lo último,
aunque no quieras interpretarme
ya con entusiasmo,
con alegría,
y aunque sientas el máximo de los odios
hacia mí,
quiero pedirte mil perdones más.

No sirve de nada hablar y no actuar,
no sirve sentir y no ser,
o despiadadamente al revés,
y todo se vuelve oscuro
en esta noche que no recorrerá tu presencia,
y todo será más oscuro aún,
cuando en los días que me asustan
no estarán tus palabras
que eran fuerzas para continuar.

Y tan solo lo he decidido yo,
sin consultarte, sin consultarme,
he dejado de lado esas caricias tuyas
sin ninguna comprensión,
pues el viento a veces me da tantas vueltas que termino girando sin sentido ni ubicación.

Y aunque estés dolida con razón,
aunque pienses que mis confusiones
va más allá de los límites,
que todo el mundo y la primavera
se han incendiado de repente
y sin objeción,
entonces me despido dolorido
y mil perdones
serán mi consuelo en una noche interminable,
y más interminables los días que vendrán,
sin escuchar tu voz.

Esteban











Criaturas Nocturnas


Rodeado de calaveras en la noche de halloween, pisando máscaras ajenas voy abriéndome paso entre la multitud fervorosa que se agita al compás de una música hostil. Todos parecen sonreír, como si un payaso estuviera jugando con sus mentes. Indecentes pensamientos me surcan, tuerzo los ojos al ver dulces doncellas aparearse con reptiles de lenguas bífidas. Pero es noche de brujas, todo está permitido, la pócima surte su efecto en mí, me dejo llevar por el espasmo de los movimientos, adornando el momento, formando parte de un ritual pagano.
Algo rompe el encanto, dejándome al descubierto, mostrándome inseguro e insensato. Trato de volcarme al dialecto, siendo cortés, ubicado, pero torpes palabras pronuncian mis labios. Decido callar, dirigirme a algún jugador que entienda mis contradicciones y vuelvo a hablar, ahora con firmeza como un sabio en alta mar. Subo al bote y comienzo a remar. Lástima que resultó ser un pantano, que ya estaba seco.
Hoy luzco un buen disfraz apropiado para la situación, voy pálido, gélido, ojeroso. Con todo el look de un muerto recién resucitado, chocando mi cuerpo moribundo contra todos ellos que me sonríen, complacidos al verme. Seguramente se preguntaran si lucen infernalmente bien como yo, pero nunca les diré que sus caras aparentan haber salido de algún circo de feria berreta.
Llego a destino, amistades perdidas se encuentran nuevamente, palabras repetidas en alguna otra reunión se enuncian, provocando cada vez menos gracia. Igual nos miramos, compartimos el pasado que nos une nuevamente y para siempre. El grupo es cada vez más florido, nuevas máscaras se acercan tratando de hacerse amigas. Algunos se quitan el absurdo disfraz, lo dejan caer, viendo realmente seres humanos llenos de tristezas, deseos, esperanzas, alegrías.
Alguien me parece interesante, le presto realmente toda mi atención, me alejo del grupo para fusionarme a éste otro ser, comprenderlo, aunque sabiendo no poder hacerlo, el intento es legítimo y bien intencionado. Concluida la conexión verbal, me dirijo al lenguaje del cuerpo, donde estelas de placer estallan, salen chispas de nuestras lenguas como espadas recién afiladas, penetrando en lo más profundo del ser.

Algo se corta. Un cambio en la música, un cambio en el clima, algo esta pasando.
Cuando miro, veo que ya no está, pero eso no me preocupa, hay infinidad de realidades alrededor mío. Todas tienen algo para admirar, aunque a simple vista no lo parezca. Me quedo solo por un momento, sintiendo el calor que se concentra, húmedo, impuro, viciado. Sofocado salgo a la calle, algunos se me habían anticipado. Todo el mundo esta poblado de cuerpos en constante movimiento, parlantes, cabezas. Retazos de conversaciones se entremezclan con el rugir de los automotores que circulan. Un vehículo frena, sale una mano que hace una seña, inmediatamente me dirijo allí. Abro la puerta y me introduzco. Éramos cinco personas allí adentro, todas en silencio, mirando por las ventanas la realidad que pasaba a toda velocidad, el stereo retumbaba como el latir de todos nuestros corazones juntos, veloces y graves...pum...pum...pum.
La entrada al templo nocturno era inmensa, entregamos el vehículo a toda prisa, dirigiéndonos al infame santuario. En la puerta dos primates nos inspeccionaban con mirada de desconfianza. Hay que ignorarlos me dijo uno que estaba a mi lado, por supuesto yo no tenia otra idea en mente, para ver gorilas solo hace falta ir al zoológico, pensé. Aquí el asunto era otro, aunque no sabíamos bien cual.
Adentro los zombis se movían lentamente, sin dirección alguna. El espectáculo era absorbente, las mujeres parecían derretirse empapadas en sudor, como un helado de crema en verano a pleno sol, en cambio, yo me sentía fresco, liviano como una pluma, flotando a través de éstas dulzuras. Los hombres parecían tiesos mirando a esas chicas, mas con ganas de matarlas que de amarlas.
Me postré en la barra, pedí cualquier cosa para sostener en mi mano y sorber de cuando en cuando. Un cigarrillo da comienzo a una conversación, el juego está en la mesa, las piezas, son dos personas que se dedican pequeñas sonrisas, invitándose mutuamente. Juntos, de espaldas al delirio, mirándonos a los ojos, sin cruzar palabra alguna, porque la música lo decía todo, hasta la mañana donde la fiesta termino y el encanto se rompió.

Leandro O. Szilvay













Retrato

Cecilia llora
junto a la resplandeciente ventana del desván

las cavidades de su rostro
tanto como las cavidades de su alma
me obsesionan

afuera
el cielo
rosas amarillentas y espejos y huesos blancos
derramándose
sobre el escarpado horizonte de la ciudad

Cecilia no me mira
quizás le baste con recordarme
y odiarme

sus párpados se desmoronan lentamente
sobre las abultadas columnas de agua
deshaciéndolas 

Cecilia
esta tarde con aroma a tilo
se ha puesto para mí la máscara del llanto

la luz que convoca la ventana
aclara su sien
y las ondas de sus cabellos

siempre me pregunté cómo lloraría
no solloza como lo había imaginado
no solloza como yo
cuando lloro

tarde de angustia
                           silencio
                                        belleza

Gastón











Hay un niño en la calle

Don Armando era un paisano buenazo que había vivido toda su vida en campos que no eran suyos, pero que los había sentido como propios. Siempre había sido respetado por sus patrones, que veían su calidez y hombría de bien, para nombrarlo capataz general de la estancia. Hombre rudo para las tareas del campo, pero sus horas de descanso las usaba para cultivarse leyendo o escuchando buena música. Todo medio era bueno para enriquecer su espíritu. En cierta ocasión, leyendo a su “tocayo” Armando Tejada Gómez se le habían quedado pegadas estas tres frases:

A esta hora exactamente hay un niño en la calle

De nada vale, si hay un niño en la calle
El amor se ha perdido, si hay un niño en la calle.
Ellas  forman parte de un poema,  que se llama precisamente “Hay un niño en la calle”.
Todas estas lecturas  le agregaron a su  filosofía de vida, propia de la gente campera, ese sentimiento hacia la niñez desvalida y abandonada existente en todo el mundo. Las tardes de lectura, charlas y mates servidos por Marta, su compañera de toda la vida,  habían hecho de aquel hombre una especie de sabio, humilde y profundo, capaz de comprender las más complicadas conductas humanas.
Un día le dijo a su mujer, que lo seguía en todo lo que Don Armando emprendiera o dispusiese - “Martita” (así la nombraba) "Nos vamos para la ciudad, a visitar a los nietos” Y allá fueron Marta y Don Armando a Buenos Aires con toda la alegría del mundo.
 Llegaron a la Terminal de Retiro, después de un largo viaje desde el pueblo. Él que podía,  galopar días enteros sin cansarse, las ocho horas de ómnibus le parecieron interminables. Por fin el suplicio terminó cuando el abrazo con sus hijos y nietos le sacaron todo el cansancio acumulado.
Los días siguientes transcurrieron entre paseos y recorridas, por los lugares, que aunque recordados, estaban totalmente renovados por el paso de la “civilización”.
Pero a Don Armando había una cosa que le preocupaba mucho y eso era que   el paisaje de Buenos Aires, estaba plagado de chicos pidiendo una moneda o tratando de vender alguna baratija. Medio sucios y con “cara de pocos amigos” se desplazaban, día y noche por toda la ciudad, sintiéndola como propia, durmiendo en los pasillos o escaleras de los subtes, en las plazas y hasta en el umbral de algún local desocupado.
Estaba acostumbrado a ver a los hijos de los puesteros, que bien temprano a la mañana, ensillaban sus “petisos”. Se ponían sus guardapolvos  y al tranco corto, para hacer mas largo el camino, iban a la escuela muy contentos. A la tarde, después de almorzar, se ponían a hacer los deberes y luego se juntaban para jugar con muñecas y pelotas de trapo.
A estos chicos de la ciudad, se les  notaba la falta de algo, no se le acercaban francamente, era como si tuvieran miedo de ser agredidos. Percibía que el pedir una moneda, les costaba menos que pedir un poco de cariño. No lograba romper esa la barrera invisible que lo separaba de ellos. Estaba acostumbrado a actuar de otra manera con los hijos de Juan o Anselmo, los peones de la estancia.
 De repente se le vinieron encima los versos de Tejada Gómez y comprendió que la mayoría de los hombres y mujeres de las ciudades –que se dicen a sí mismo “muy ocupados”- son capaces de dar cosas materiales, para que las distribuyan otros. Que ha creado supuestas instituciones benéficas, para distribuir el dinero sobrante de sus abultados sueldos, justificando con esas acciones,  las “bondades” de sus helados corazones. Pero no son capaces de  ofrecer un minuto, de su valioso tiempo, para dar un poco de amor.
Cuando volvía en el ómnibus, rumbo a la estancia, pensaba en los niños de Juan, Anselmo y de todos los puesteros, que a pesar de todas sus falencias eran inmensamente felices. Pero  Don Armando seguirá pensando que el corazón de los hombres de las ciudades se  debe entibiar, y deben aprender a poner las acciones donde corresponde, antes de que sea demasiado tarde, porque cuando esos niños dejen de serlo, las lágrimas derramadas no serán suficientes para lavar la sangre de las calles de Buenos Aires.

Mario Cano













          Slade

Peligro en el bosque


Ya se acordarán de Slade, el hechicero, el mismo hombre que mató una gárgola y conjuró el Serpenta metí y se atrevió  a sufrir sus consecuencias.
Resulta que,  María, su jefa, le dio una misión nueva: vencer al Lechi, el duende místico del bosque.
El Lechi, el espíritu del bosque, es prácticamente verde y azul, no tiene sombra y usa los zapatos al revés.
Esta vez, Slade  tuvo que ir a Elk, donde se hospedó en Greta, una posada famosa por su  hospitalidad y su adicción a los gatos.
-          Señor posadero, sírvame unos cuantos vasos de ron verde de Santa María.- Dijo Slade.
-          ¿Unos cuantos qué?- preguntó  el posadero.- Sólo supe de él en libros de Blade el Negro.
-          ¡Adivina quien soy!- Dijo Slade con voz irónica.
-          ¡O, cielos, supongo que esta vez usted vino para matar al Lechi!- Le dijo el posadero- Si es así, solo le diré una cosa, antes de entrar al bosque, póngase los zapatos al revés y cambie la hora de su reloj a las 6:00 pm, o bien puede romper su reloj.
Slade (pensando que el posadero estaba loco) se adentró en el bosque sin modificar su atuendo. Luego de unos cuantos minutos, Slade decidió utilizar su brújula para orientarse en el bosque, pero esta había desaparecido.
Desesperado, Slade intentó hacer una brújula con un palo y una piedra (Además del conjuro gigitfili) pero no lo lograba, algo se lo impedía.
De repente, una voz conocida resonó, era la voz de Nylon Mohan.
-          Snape morpea fallecius centauro ¡Finish! ¡Finish! ¡Finish!.- Resonaba la voz una y otra vez.
-          No, no, Nylon está muerto, la gárgola lo mató, no, yo lo maté, la gárgola me mató a mi, y Nylon mató a la gárgola.- Se dijo Slade, poseído por la locura.
Entonces, Slade  comenzó a correr como un loco, corrió y corrió hasta que una raíz que sobresalía del suelo lo hizo caer de bruces contra el suelo.
La caída fue tan dura que el reloj que Slade se hizo añicos contra la tibieza del suelo.
Aun así, Slade siguió corriendo, de repente, dos rocas aparecieron de la nada y engancharon los Zapatos de Slade, quien salió catapultado hacia el suelo, desmayándose por la potencia de la caída. Cuando despertó, la locura desapareció y apareció la esperanza, surgiendo como por arte de magia, la voz de Nylon se esfumó y, en lugar de ello, la voz del posadero hizo eco en su mente.
- “póngase los zapatos al revés”- Decía la voz del hombre.
Slade comenzó a mover con esperanza la hierba, creyendo que encontraría sus zapatos.
Efectivamente, en medio se la hierva, los dos zapatos estaban enganchados en dos rocas en forma de peñasco.
-          Bien, al Lechi se lo regalo a otro mago loco.- Se dijo Slade mientras se ponía los zapatos al revés.
A propósito, uno de los miles efectos del Serpenta mentí es la cobardía, una cobardía que, en muchos casos, puede salvarte la vida.

Nahuel Melis
10 años














El conocimiento prodigo


y cuando el sol sufrió
partiéndose en mil pedazos
el niño ya había comprendido
la Soledad y el Dolor de las estrellas

Sebastián Humberto






 

Creación

Quise inventar algo,
nunca había intentado siquiera hacerlo;
recorrí mi mente con suave brío.
Algo loco, liviano, transparente debía ser.

El suelo sonó como una gota rompiéndose,
como la saliva que se hace gota en tu boca,
como tus besos que se pegan a mi piel,
como mi cuerpo dividido en dos cuando nos amamos.

Nació lo impensado tantas veces planificado:
los sueños entraron y contagiaron.

Entonces te inventé preciosa;
llena de defectos y amor, sino es lo mismo.
Me desarme para armarnos
y te inventé
                  para amarnos.

Jonatan













Un gato


Allí está el gato posado en la pared del vecino estúpido.La tarde lo registra en número infinito.  No se atreve a mirarme; (porque está de espalda a mí), pues, yo sí lo miro detenidamente. Arroja un estornudo y sigue observando un eucalipto enorme enfrente de el. Posiblemente se pondrá en cuatro patas y lamerá sus afelpadas patas para el rito. Pero no: sigue en su pose perfecta sin mirarme; hago señales para atraer su atención; le tiro  una piedra y le erro. Me pregunto por qué sigo mirándolo. Creo que ya estoy involucrado desde que lo miré por primera vez en calidad de espectador; entonces mis aspiraciones sólo se deben a ese gato: a su pellejo, a sus uñas, a sus ojos, a su mirar de tigres y jardines.

Ahora se erige increiblemente. Voltea su cara y mira que estoy mirándolo también. Nos observamos largamente conociéndonos, interpretamos que somos la misma fábula eterna de un gato en busca de un ratón.

Cristian Navarro