Revista Viajero Nro. 57 - Julio de 2011




Buscando

Si la encontrara de repente en algún lado
no sabría que decirle,
me quedaría con los ojos desorbitados,
me pondría exaltado, excitado, deslumbrado,
todo a la vez.
No sentiría nada y a la vez sentiría todo.
Solamente me quedaría en silencio
esperando que la cuchillada de su voz
atraviese mi vacío,
arrebatándome del caos de mis sentidos ciegos y entorpecidos.
Jugando ¿por qué no? A rescatar al ausente
ese paso que nunca se encuentra,
muriendo para siempre
perdido
donde siempre
nunca
quiso.

Nicolás German









Viento

Hojas secas se amontonan
en la calle solitaria
las mueve un viento suave
que las hace corretear.
Las veo como figuras
abanicos desplegados,
pájaros caídos,
mariposas de alas grandes.
Quién puede interpretar
los movimientos del viento
que va de acá para allá.
Dónde se esconde
cuando no está.
De dónde sale
cuando regresa.
¿Y ahora
dónde estará?

Olga Besada









En la Mesa

Juan estaba sentado delante de Carolina. No sabía cómo decirle que la amaba. Entonces se metió dos dedos en la garganta y vomitó todas las mariposas sobre la mesa.

Desembarco

El día de la gran batalla él desembarcó anónimo entre sus cientos de compañeros.  Avanzó a toda velocidad y en un momento el camino se dividió en dos.  No supo qué hacer. Falleció, sin medalla, allí, lejos, en las trompas de Falopio. 

Otra Almohada

Llegó del trabajo a las seis. Se dirigió a la cocina y puso a calentar agua para unos mates. Revisó su casilla de correos y no tenía ningún mail nuevo. Quiso fumar pero ya había dejado de fumar, no quiso volver a empezar. No puso música porque de golpe, ahora, todas las canciones hablaban de lo mismo. 
Se acostó en la cama. Intentaba dormir. Abrazó la almohada. La apretó contra su pecho y dijo: yo también. 

Juan Sebastián Gil
tercerasalida@hotmail.com









La cuidadora

Recuerdo aquel verano del 88 yo tenía unos 9 años, mi prima unos 10, creo, no estoy segura, sé que era mayor que yo, pero ha pasado tanto tiempo que no recuerdo si eran unos meses o unos años mayor. Mi abuela nos tenía poca paciencia, creo que lo único que ella quería era tener una vejez tranquila en vez  de andar cuidando a dos chiquillas terribles, la verdad es que nosotras amábamos a nuestra abuela, pero su casa nos brindaba infinidad de posibilidades de travesuras. Pasábamos los días con ella, ya que nuestros padres trabajaban todo el día y no teníamos quién nos cuidara, a veces nos íbamos por semanas enteras a la casa de la abuela en los meses de verano, sin escuela teníamos todo el tiempo libre para nosotras.
Las tardes eran calurosas, y las siestas largas que nuestra abuela nos obliga a tomar, pues a ella le encantaba recostarse luego del almuerzo a escuchar su programa preferido de la radio y como desde su habitación no podía cuidarnos, nos encerraba en la habitación para que durmamos nosotras también.
La casa de mi abuela era grande, con techos altísimos  y grandes ventanas de madera, en el parque del fondo tenía varias plantas frutales, con mi prima jugábamos a la mancha entre las plantas para horror de mi abuela, ya que siempre nos estaba gritando que nos íbamos a lastimar con alguna rama baja de los árboles de naranjos o de ciruelos.
Como buenas chicas salvajes que éramos, nos encantaba jugar con barro, correr, jugar a la pelota con los chicos del barrio y por sobre todas las cosas, nos gustaba treparnos a los árboles.
Había un árbol, uno sólo el que teníamos explícitamente prohibido subir, por la gran altura, y era el que más ansiábamos escalar en las siestas cuando nos escapábamos por la ventana de la habitación, la higuera. Tenía más años que la casa, estaba desde antes de que construyeran, los higos que daban eran los más deliciosos del barrio, más que los de cualquier verdulería de la zona, porque tenían el sabor de la aventura, los más ricos siempre estaban en lo más alto. Con mi prima apostábamos para ver quien subía más alto y alcanzaba los frutos más ricos. 
Cuando mi abuela terminaba de escuchar su programa, de dormir la siesta en realidad porque siempre luego de los 10 minutos de escuchar como prendía la radio y de sentir el rechinar de los resortes de la vieja cama de hierro, se escuchaba inevitablemente sus ronquidos, llave para que nosotras nos escapemos sin peligro a ser escuchadas; cuando mi abuela despertaba y veía los higos en la cocina su cara se transformaba y nos gritaba que la higuera era peligrosa, nosotras nos reíamos, lo hacíamos siempre, el treparla y bajar los higos era un juego más para las intrépidas primas que a todo se enfrentaban, a los resoplidos de nuestra abuela no hacíamos más que poner caras de contritas y jurar que no lo volveríamos a hacer, pensando en el día siguiente volver a treparla, no le hacíamos mucho caso a ella, hoy me doy cuenta de lo importante que es hacerle caso a los mayores, pero en ese momento nos creíamos inmortales.
Una tarde, como tantas otras, escuchamos a la vieja cama de resortes de mi abuela, la radio encendida y la respiración lenta y acompasada de mi abuela durmiente. Salimos como todas las tardes a esa hora, por la ventana y nos dirigimos a la higuera. La otra tarde habíamos visto desde la base unos higos maduros casi en la cima del viejo árbol, y nos prometimos con mi prima a bajarlos, éstos estaban mucho más altos de lo que solíamos subir, pero en ese momento no nos importó mucho. 
Comenzamos a trepar, y trepamos y trepamos y a medida que lo hacíamos nuestra bolsa de  motín se llenaba más y más, sin haber llegado a lo alto más alto todavía, estábamos en una rama, y cuando vi hacía abajo, vi todo lo que habíamos subido, y hoy puedo admitir que tuve miedo de la altura, pero en ese momento sólo dije que mi bolsa estaba muy llena de higos como para seguir subiendo, y le dije a mi prima que yo bajaba, a lo cual ella, pinchándome me contestó “cobarde!”, pero  esa vez no me importó lo que dijera, yo bajaría igual, y así lo hice, ella se quedó sentada en la rama viendo hacía arriba, viendo como seguir subiendo.
Yo no ví lo que pasó, o no lo recuerdo, sólo recuerdo ver una mancha que pasó veloz cayendo en caída libre a un costado mío, tampoco recuerdo haber despertado a mi abuela, ni lo que pasó luego.

Lo único que recuerdo es que pasó mucho tiempo para que volviera a la casa de mi abuela, y cuando volví, la higuera no estaba más; había sido serruchado su tronco al ras del suelo, y mi abuela parecía cien años más anciana, no sonreía como antes lo hacía y ya no escuchaba más radio en las tardes calurosas del verano.

Lola Ghiglione









Viviré en ti

El día en que parta
estaré en cada cosa que ames
en un nuevo amanecer
en tus manos cariñosas
en la carta humedecida de recuerdos
en los ojos de mis hijos
o en tu propio cuerpo.
Déjame llevarme
el vestigio de tu sonrisa
para compartirla
dónde quiera que esté

Elizabeth Francken
en “Los años ámbar”









Caprichosamente apareciste
cuando nada hacía preveer
un cambio en mi.
Me costó darme cuenta que anduvieras
tan cerca y yo estuviese tan lejos.
No observé tu hermosa mirada,
ni por enterado que alguna vez,
a mí estuviese dirigida.
Tu voz enronquecida que no escuchaba,
pues en mis oídos tenía otra voz,
que aunque lejana,
todavía hacía sentir un pasado con gloria.
No quiero entusiasmarme contigo,
porque necesito llenar un espacio
y tu reúnes las condiciones que yo deseo poseer.
Pero temo enfrentar otra ves al pasado
y no soportar equivocarme nuevamente.

Luis 528